Acaba de publicase un libro que ha tenido mucho tiempo de gestación: Renta básica incondicional: una propuesta de financiación racional y justa.  Sus autores son Jordi Arcarons, Daniel Raventós y Lluís Torrens. Lo ha editado Ediciones del Serbal con la colaboración del Observatorio DESC (Derechos económicos, sociales y culturales) y la RRB (Red Renta Básica), sección oficial de la Basic Income Earth Network. En la contraportada del libro está escrito:

“No hay duda que el debate público sobre la Renta Básica es cada vez mayor, no solamente en el Reino de España sino en otros lugares del mundo. El mundo ha cambiado mucho en las últimas décadas. Y mucho más aún a partir de la gran crisis que estalló hace poco menos de una década. Seguir haciendo propuestas como si se pudiera ir atrás en el tiempo o como si el mundo fuera igual al de antes de la crisis es un grave error. 

Este libro es el resultado de una investigación que puede resumirse con estas palabras: la Renta Básica, una asignación monetaria incondicional a toda la población de una cantidad al menos igual al umbral de la pobreza, puede financiarse mediante una reforma fiscal. La investigación muestra las distintas posibilidades que existen a partir de la realidad económica e impositiva del Reino de España. 

La Renta Básica es una propuesta racional y justa para el siglo XXI, para el momento actual, y proponemos que no se contemple como una realidad para las décadas más lejanas de este siglo que ha comenzado hace solamente 17 años. La Renta Básica es una necesidad perentoria para el futuro más inmediato. Este libro aporta muchas razones normativas y técnicas a favor de la Renta Básica incondicional.”

Reproducimos a continuación el prólogo que escribió para este libro David Casassas, miembro como los tres autores de la Red Renta Básica.

La presente publicación tiene como objetivo la exposición minuciosa de un modelo de financiación de la renta básica. Ni es el único modelo posible ni se ofrece como un artefacto terminado que no admite discusión. Precisamente, a lo que este ejercicio aspira es a mostrar que la introducción de la renta básica es posible y, todavía más, racional, y a abrir un espacio de debate y reflexión sobre las posibles vías por las que podría concretarse. Al fin y al cabo, el porvenir de la propuesta de la renta básica está íntimamente ligado a la voluntad política de aplicarla o, lo que es lo mismo, a la disposición que tengamos a debatir colectivamente sus formas y posibilidades y a la resolución con la que decidamos gestionar las dosis de conflicto que la aplicación de esta medida, como la de cualquier otra medida no anecdótica, puede conllevar.

En esta introducción queremos señalar brevemente por qué la renta básica es percibida hoy, tanto en medios académicos como en la arena social y política, como una medida realmente capaz de abrir caminos para la articulación de escenarios sociales más justos y civilizados, para la construcción de relaciones sociales más libres, más nuestras. ¿Qué arguyen quienes así lo ven? Para dar respuesta a esta pregunta es preciso detenerse en las siguientes cuestiones: ¿Qué entendemos exactamente por renta básica? ¿Qué ventajas presenta la renta básica con respecto a los subsidios condicionados? ¿Por qué decimos que la propuesta de la renta básica, precisamente porque abraza una lógica de derechos, puede incrementar nuestra libertad, tanto individual como colectivamente? ¿Por qué decimos que la renta básica, al oponerse al empleocentrismo, favorece la emergencia y la extensión social de toda una miríada de formas de trabajo, remunerado o no, que puedan hacer efectivo nuestro derecho a un trabajo con sentido, libre y liberador? ¿En qué sentido decimos que la renta básica no sólo es compatible con la presencia de otros (imprescindibles) derechos y servicios sociales, sino que, además, puede ampliar su efectividad? Y finalmente: ¿por qué la renta básica hoy? En otros términos: ¿qué características del momento histórico en el que nos hallamos inmersos hacen que cada día sean más los actores que, no sin cautelas y aun con reservas razonables, tienden a ver la renta básica como una medida de sentido común?

La renta básica: una definición

La definición de renta básica que ofrece la Red Renta Básica reza como sigue: “la renta básica es un ingreso pagado por el estado, como derecho de ciudadanía, a cada miembro de pleno derecho o residente de la sociedad, incluso si no quiere trabajar de forma remunerada, sin tomar en consideración si es rico o pobre o, dicho de otra forma, independientemente de cuáles puedan ser las otras posibles fuentes de renta y sin importar con quien conviva”. En otros términos: la renta básica es una asignación monetaria equivalente, por lo menos, al umbral de la pobreza que se confiere con arreglo a tres principios: el de individualidad (la renta básica la reciben los individuos, no las familias u otras unidades de convivencia), el de universalidad (la renta básica la recibe todo el mundo) y el de incondicionalidad (la renta básica se recibe al margen de cualquier tipo de circunstancia que nos acompañe).

Centrémonos un instante en la incondicionalidad. Que la renta básica sea incondicional significa que se percibe de entrada, ex-ante, al “inicio” de nuestra interacción social con los demás, y nos sostiene a lo largo de toda esa interacción. En cambio, los subsidios condicionados propios de los regímenes de bienestar que hemos conocido se obtienen sólo a condición de que nos hallemos ya en una situación social determinada -normalmente, de vulnerabilidad alta-. Tal es el caso, por ejemplo, de las rentas mínimas de inserción -o “garantizadas”, como se denominan en algunas comunidades autónomas como la vasca y la catalana- y otras prestaciones no contributivas, que entran en juego sólo cuando podemos demostrar que hemos caído en una situación de pobreza o extrema pobreza. También las prestaciones contributivas -subsidios por desempleo, pensiones de jubilación, etc.- se perciben a condición de que participemos de una determinada circunstancia: la de encontrarnos en el paro, la de tener una edad superior a un número de años determinado -y haber podido cotizar a lo largo de los años anteriores-, etc. Enseguida veremos por qué la incondicionalidad es social y políticamente importante.

Centrémonos ahora en el principio de universalidad. Que la renta básica la reciba todo el mundo no significa que todo el mundo salga ganando en términos de obtención de renta. En efecto, tal como se propone en este libro, la renta básica se encuentra integrada al sistema impositivo, del que salen los recursos necesarios para financiarla. Por ser universal, va destinada al conjunto de la población, incluidas las personas con más recursos; pero por hallarse vinculada al sistema fiscal, estas personas con más recursos aportan más -en algunos casos mucho más- de lo que obtienen en concepto de renta básica. En este sentido, la renta básica opera como un hospital público -allá donde el acceso a la salud es un derecho universal, claro está-: todo el mundo, incluidas las personas con más recursos, tienen el derecho de acudir a él -hagan tal derecho efectivo o prefieran recurrir a la sanidad privada-; pero, de promedio y a lo largo de toda una vida, lo que estas personas con más recursos aportan al sistema sanitario a través de los impuestos es más de lo que gastan de él. En gran medida, el estudio que aquí se presenta está destinado a mostrar por qué con la renta básica esto también es así.

La renta básica frente a los subsidios condicionados

Varias son las ventajas de la renta básica con respecto a los subsidios condicionados. Aquí nos ceñiremos sólo a tres de ellas. Como observaremos, pese a referirse a aspectos del funcionamiento técnico de los sistemas de transferencia de rentas, tales ventajas adquieren un significado político bien poco baladí.

En primer lugar, la renta básica destaca por su simplicidad administrativa. En efecto, su funcionamiento requiere, simplemente, que las instituciones públicas hagan una transferencia mensual a la cuenta de todos los ciudadanos o residentes acreditados de un espacio geográfico determinado. Huelga decir que las dificultades que dicha tarea entraña nada tienen que ver con las que supone el tener que arbitrar todo un costoso sistema de controles de recursos y de comprobación de circunstancias sociales específicas.

En segundo lugar, la incondicionalidad de la renta básica permite evitar la estigmatización de los perceptores de las rentas “de pobres” -o “de enfermos”, etc.-. Bien a menudo, desde el mundo del trabajo social se pone de manifiesto que uno de los problemas más acuciantes de los subsidios condicionados es la obligación a la que se enfrentan sus (potenciales) perceptores de tener que significarse, en las ventanillas de la administración, como “pobres”, como “enfermos”, a veces incluso como “culpables” de no haber sabido llevar una vida ordenada y exitosa. Tal es el peso de este estigma social, que no son pocas las ocasiones en las que esos (potenciales) perceptores optan por renunciar al subsidio por no tener que dar excesivas explicaciones y someterse a humillantes controles y comprobaciones.

En tercer lugar, la incondicionalidad de la renta básica permite que ésta sortee el problema de la llamada “trampa de la pobreza”. Cuando somos perceptores de un subsidio condicionado, nos hallamos ante un fuerte desincentivo a buscar y realizar trabajo remunerado, pues ello implicaría la pérdida del subsidio. Ni que decir tiene, sustituir una prestación monetaria por un salario bajo resultante de una ocupación precaria y alienante no parece la más sensata de las opciones, razón por la cual no pocas personas prefieren no buscar o aceptar esos empleos o hacerlo en la esfera de la economía sumergida. En cambio, un subsidio incondicional como la renta básica funciona como un suelo, nunca como un techo: la realización de trabajo remunerado no implica la pérdida de la prestación, con lo que el desincentivo a la actividad desaparece. Sencillamente, podemos ir acumulando ingresos procedentes de las fuentes que sean, y en caso de que tales ingresos superen ciertos umbrales, nos corresponderá ir aportando a la sociedad a través del sistema impositivo.

Estas, pues, son algunas de las ventajas de la incondicionalidad de la renta básica, una renta básica que, por todo ello, actúa como un mecanismo preventivo de la pobreza y de la exclusión, no como un dispositivo estrictamente curativo. Y, como veremos a continuación, prevenir la pobreza equivale a fortalecer la libertad.

La perspectiva de derechos: incondicionalidad, poder de negociación y libertad efectiva

Es preciso, pues, que hagamos un paso más. ¿Por qué resulta la incondicionalidad social y políticamente fecunda? La implicación más poderosa de la incondicionalidad es el incremento de la libertad derivado del robustecimiento del poder de negociación de individuos y grupos. Tener la existencia material garantizada ex-ante, incondicionalmente -en suma: como un derecho- nos permite oponernos a formas de trabajo y de vida que no nos satisfacen, que poco o nada tienen que ver con aquello que somos o queremos ser. Tener la existencia material garantizada incondicionalmente nos permite alzar nuestra voz y lograr participar de forma efectiva en los procesos de toma de decisiones relativos a todo tipo de contratos y relaciones sociales que podamos estar construyendo. En otros términos, tener la existencia material garantizada incondicionalmente nos habilita para (poder) decir que no queremos vivir como se pretende que vivamos, todo ello para (poder) decir que queremos vivir de otros modos, con arreglo a otros criterios, quizás con otras personas, quizás orientados a arreglos productivos y reproductivos que alumbren mundos distintos, más nuestros. Lisa y llanamente: cuando tenemos un conjunto de recursos que garantizan nuestra existencia material, adquirimos mayores cuotas de poder de negociación, pues tenemos mayor fuerza para aguantar pulsos a lo largo del tiempo y mayor capacidad de emprender riesgos y de explorar opciones alternativas.

Ello puede percibirse en muchos ámbitos de nuestras vidas. En el mundo del trabajo asalariado, una renta básica nos puede ayudar a negociar mejores condiciones para la práctica de nuestra actividad laboral. Sin ir más lejos, nos son pocos quienes han señalado que una renta básica podría favorecer un incremento de los salarios de las ocupaciones que estimemos más desagradables: ni que decir tiene, podernos negar a realizar tales actividades “a cualquier precio” podría conllevar una presión al alza de las remuneraciones correspondientes. Por ello, en algunas ocasiones la renta básica ha sido presentada como una suerte de “caja de resistencia sindical” desagregada -desagregada, porque estaría en manos de los trabajadores y trabajadoras, lo que en ningún caso significa que los sindicatos no puedan y deban seguir realizando una importante tarea de negociación colectiva-.

Pero no todo el trabajo ha de ser asalariado. La renta básica, al garantizar nuestra existencia material como un derecho, nos capacita para salir de los mercados de trabajo, esto es, para desmercantilizar la fuerza de trabajo. Y salir de los mercados de trabajo no significa no realizar ningún tipo de trabajo. Bien al contrario, poder salir de los mercados de trabajo equivale a poder constituir otros centros de trabajo, otras unidades productivas, unas unidades productivas gestionadas, quizás, con arreglo a criterios cooperativos. Esta es la razón por la que en repetidas ocasiones ha sido señalado un posible vínculo entre renta básica y democracia económica: la desmercantilización de la fuerza de trabajo nos puede convertir en actores con verdadera capacidad para alumbrar estructuras productivas de titularidad colectiva donde actuemos como trabajadores-cooperativistas con efectivos derechos políticos sobre las decisiones de inversión, organización de la producción, distribución del excedente, etc. Los hechos demuestran que el cooperativismo es posible sin renta básica; la hipótesis que manejamos aquí apunta a una posible extensión social del cooperativismo como resultado de la garantía universal de una base material de la que capas inmensas de la población carecen hoy en día.

Pasemos a la esfera doméstica. La renta básica ha sido vista también como un “contrapoder doméstico” que dotaría a las mujeres de una fuerza negociadora vital para lograr una mayor corresponsabilización de todos y todas en las tareas de cuidados. La renta básica no aspira a remunerar de forma directa y específica el trabajo de cuidados realizado por las mujeres en la esfera doméstica -seguramente, tales remuneraciones focalizadas crearían también todo tipo de “trampas”-; lo que pretende la renta básica es que también la voz de las mujeres pueda alzarse, con las dosis de conflicto que sean necesarias, para que podamos ir viendo que repartos más equitativos del trabajo remunerado, del trabajo de cuidados y del trabajo voluntario no sólo son posibles, sino también beneficiosos tanto para mujeres como para hombres.

En definitiva, quienes defienden la renta básica participan de la idea de que una vida que merezca la pena ser vivida es una vida pluriactiva que acomoda todo tipo de actividades -de formación, de cuidado propio y de quienes nos rodean, de trabajo remunerado, de ocio, de participación cívico-política-, y de que una gestión autónoma y liberadora de toda esa diversidad de actividades, muchas de las cuales implican una interrupción de nuestra relación con los mercados de trabajo, requiere una base material incondicionalmente garantizada que nos haga inmunes a cualquier forma de chantaje o coacción y que nos empodere para proponer -y si es preciso forzar- unos repartos de los trabajos que respeten los deseos y aspiraciones individuales y colectivas de todos y todas.

El grueso de las tradiciones emancipatorias que han arribado al mundo moderno afanándose en contradecir la dinámica desposeedora del capitalismo ha coincidido en señalar la importancia del vínculo existente entre seguridad socioeconómica, poder de negociación y libertad para lograr una conformación verdaderamente colectiva y democrática de las distintas esferas del mundo en el que vivimos. Así, no nos basta con la asistencia ex-post a quienes salen perdiendo de una interacción ineluctable con un statu quo también ineluctable; se precisan estructuras de derechos que blinden ex-ante aquellos recursos que, al garantizar nuestra existencia material básica, puedan actuar como mecanismo para la puesta en funcionamiento de vidas realmente nuestras.

Pero ¿trabajaría la gente con una renta básica?

En este punto, nos hallamos en condiciones ya para abordar una de las cuestiones de mayor interés para el análisis crítico de la renta básica: ¿realmente estamos seguros de que, en caso de contar con una renta básica, la gente tendría incentivos para trabajar? Seguramente “olvidadiza” del hecho de que “trabajo” no significa necesariamente “empleo” o, más en general, “trabajo remunerado”, constituye ésta una crítica o cuestionamiento que se ha formulado tanto desde ciertas “izquierdas” como desde ciertas “derechas”.

Desde el punto de vista de esas “izquierdas”, se destaca siempre la centralidad del trabajo -del “empleo”, se quiere decir en realidad- para nuestra socialización, para el desarrollo de nuestras identidades. En efecto, la identidad personal se despliega en contextos de interacción social, y nada mejor que las relaciones de trabajo para el encuentro con los demás. Por todo ello -se sostiene-, “el trabajo dignifica”. Luego, no es de recibo apoyar una medida incondicional que, como la renta básica, confiera recursos “a cambio de nada”.

Sin embargo, lo que hemos analizado en el epígrafe anterior nos capacita para cuestionar tales planteamientos. Pues la renta básica en ningún caso cuestiona la centralidad del trabajo, sino todo lo contrario: la renta básica es una medida que, al cubrir las necesidades esenciales de la vida, favorece la emergencia del trabajo realmente deseado, un trabajo que, bajo las condiciones actuales, se encuentra obstaculizado por la necesidad de agarrarse a cualquier “oferta” de empleo, normalmente temporal y precario, que se halle disponible en los mercados de trabajo -cuando se halla disponible: es sabido que la tasa de paro en el Reino de España hace años que se mueve entre el 20% y el 25%-. En resumen: el capitalismo nos desposee y, como consecuencia de ello, nos impele a abandonar nuestros proyectos y a aceptar literalmente cualquier cosa. La renta básica, en cambio, puede ser vista como una palanca de activación de la actividad humana, remunerada o no, obstaculizada por esa necesidad de aceptar “cualquier cosa”, como una palanca de activación del trabajo que realmente (nos parece que) dignifica, del trabajo que realmente queremos llevar a término.

Y ello es importante no sólo por una cuestión de justicia y de equidad; ello es importante también por una cuestión de eficiencia y hasta de (re)generación de actividad económica. Pues la necesidad de aceptar deprisa y corriendo “lo que se nos ofrece” en el mercado de trabajo -cuando se nos ofrece, insistamos en ello- desactiva tiempo y oportunidades para la creatividad, capacidad para emprender caminos propios, de explorar relaciones productivas nuevas: destruye tejido productivo, en suma. En cambio, un suelo de renda nos eleva al espacio donde, quizás, podamos lanzar, individual o colectivamente, todo tipo de proyectos productivos y reproductivos propios, con el caudal de destrezas, talento y utilidad pública que ellos puedan llevar de la mano.

Veamos ahora cómo ciertas “derechas” plantean la cuestión de los desincentivos al trabajo que la renta básica supuestamente generaría. En el lenguaje de tales “derechas”, el problema aquí es más bien un problema de parasitismo. El argumento, bien conocido por añejo -ya se había utilizado para desacreditar medidas mucho más modestas como el subsidio de desempleo-, reza como sigue: habida cuenta de que el trabajo es siempre fuente de desutilidad -tal es el supuesto antropológico que se maneja-, ¿no estaremos con la renta básica alimentando a vagos?

En un plano estrictamente teórico, pero no por ello irrelevante, puede argüirse que la renta básica resuelve, precisamente, el problema de falta de reciprocidad y de (derecho al) parasitismo que atraviesa nuestras sociedades. Pues en ellas encontramos a un grupo minoritario pero bien numeroso de personas que gozan del derecho a vivir sin trabajar, a saber: los ricos que cuentan con rentas no ganadas, unas rentas no ganadas que les permitirían vivir sin hacer literalmente nada. En este sentido, pues, con una renta básica se podría universalizar un derecho que ya existe para una minoría de la población: el derecho al parasitismo. Nadie que albergue intuiciones morales elementalmente igualitaristas puede soslayar este argumento.

En un plano puramente empírico, nos encontramos con innumerables datos que nos conducen a pensar que, aun con una renta básica, existe toda una pluralidad de motivaciones para el trabajo -remunerado o no-: trabajadores y trabajadoras asalariadas que hacen horas extra para lograr niveles de consumo superiores a los permitidos por el salario mínimo interprofesional o por el umbral de la pobreza; personas jubiladas con pensiones suficientes que siguen trabajando, normalmente en la esfera doméstica y en el ámbito del voluntariado; los propios ricos que podrían vivir sin trabajar y que sin embargo trabajan; los participantes en proyectos piloto y en experimentos científicos realizados en países tan distintos como Bélgica, Brasil, Estados Unidos, India o Namibia; todos ellos y ellas demuestran que las motivaciones para trabajar -remuneradamente o no- van mucho más allá del deseo de obtener la renta estrictamente necesaria para cubrir las necesidades básicas de la vida.

Todo ello -y todo lo visto con anterioridad- conduce a pensar que aquello que realmente preocupa a quienes, desde las “derechas”, nos alertan del peligro del parasitismo y se oponen al derecho a una renta básica -esto es, al derecho a la garantía incondicional de la existencia material para todo el mundo- no es que con una renta básica no trabajemos, sino que no lo hagamos “para ellos”: sin lugar a dudas, la emergencia de otros tipos y formas de trabajar y de producir nos apartarían de los espacios y procedimientos por ellos abiertos y arbitrados.

La renta básica en la rearticulación de los regímenes de bienestar

Conviene preguntarnos en este punto si las virtudes que se atribuyen a la renta básica pueden mantenerse en caso de que ésta actúe como red única de protección social. En otros términos: ¿son incompatibles la renta básica y los dispositivos propios de los regímenes de bienestar? ¿Qué desaparece y qué se mantiene con la introducción de una renta básica?

Seamos claros a este respecto. Tal y como se muestra en el estudio que aquí presentamos, lo único que desaparece son las prestaciones monetarias de carácter condicionado -rentas mínimas y otras prestaciones no contributivas, subsidios de desempleo, pensiones de jubilación, etc.-. Todas estas prestaciones quedan refundidas en una sola prestación monetaria individual, universal e incondicional: la renta básica. Obviamente, si hay personas con derecho a prestaciones contributivas -pensiones de jubilación o subsidios de desempleo- de cuantía superior a la renta básica, ésta se complementará hasta poder satisfacer la cantidad que corresponde a dichas personas.

¿Constituye este el final del camino? Más bien todo lo contrario. Personas expertas tanto del mundo académico como de la práctica cotidiana en la gestión de programas sociales y de bienestar aseguran que una renta básica podría potenciar la eficacia, precisamente, de muchos de estos programas y dispositivos propios de los regímenes de bienestar. Pensemos, por poner un primer ejemplo, en los programas formativos en general y de inserción socio-laboral en concreto: no es lo mismo acceder a ellos bajo la espada de Damocles de la precariedad -y, además, a sabiendas de que se nos está encaminando hacia un mercado de trabajo que difícilmente nos acogerá de forma efectiva-, que hacerlo con unos niveles de seguridad socioeconómica que nos otorguen un margen de maniobra real en punto a ir aprovechando de tales programas todo aquello que se nos ofrece para poder ir definiendo una trayectoria laboral y vital realmente propia, en un proceso largo y lento pero exhaustivo y verdaderamente eficaz.

Un segundo ejemplo lo encontramos en el testimonio que nos ofrecen las trabajadoras sociales preparadas para tratar problemas como enfermedades mentales, drogodependencias, maltratos, etc., y que afirman que, bajo las condiciones actuales, no pueden desarrollar su trabajo. Bajo las condiciones actuales -esto es, ante el tipo de mercados de trabajo que nos rodean-, su tarea se limita pura y exclusivamente a ir ayudando a sus usuarios y usuarias a ir trampeando para llegar a fin de mes. En cambio -aseguran-, con una renta básica la cuestión de la subsistencia material estaría resuelta y podrían dedicar su tiempo, energía, formación y recursos a tratar el problema que interesaba en origen -enfermedades mentales, drogodependencias, maltratos o lo que fuera-.

Dicho en términos generales: las políticas de bienestar -sanidad, educación, vivienda, cuidados, etc.- y de lucha contra la pobreza y la exclusión social ganan en efectividad cuando sus beneficiarios acceden a ellas desde la seguridad socioeconómica. Pues se trata de programas parciales que atienden necesidades específicas -y conviene que así sea-, y ello requiere un nexo de unión que permita vincular los resultados -necesariamente parciales- de todos estos programas específicos en una acción integral dirigida al empoderamiento de las personas, a su inserción social efectiva, a su capacitación para una participación real en la sociedad. Pues bien, un flujo continuado e incondicional de renta puede coadyuvar en estas tareas de ensamblaje del sistema de bienestar.

En definitiva, la renta básica que se propone en esta publicación es vista siempre como una parte -todo lo importante y “vertebradora” que se quiera- de un paquete de medidas mucho más amplio. Dicho paquete de medidas -o “plan de rescate ciudadano”, por decirlo en los términos de los movimientos sociales post-crash del 2008- ha de garantizar el poder de negociación que se deriva de la independencia socioeconómica, para lo cual ha de considerar tres grandes cuestiones. En primer lugar, la cuestión del “suelo”: un conjunto de recursos básico pero relevante conferido al grueso de la ciudadanía de forma universal e incondicional. De ahí la renta básica. En segundo lugar, la cuestión del “techo”, esto es, del control de las grandes acumulaciones de poder económico privado, pues por muy garantizada que esté la satisfacción de nuestras necesidades básicas, difícilmente podremos echar a andar como productores libremente asociados si un puñado de actores logra adueñarse del conjunto del espacio económico y social en el que deberíamos poder desarrollar nuestros planes de vida y de trabajo. Y, en tercer lugar, dicho plan de rescate ciudadano debe reinterpretar algunos de los mecanismos propios de los regímenes de bienestar tradicionales -educación, sanidad, vivienda, cuidados, etc.-, no como formas de limitarnos a asistir ex-post a quienes salen perdiendo de esa interacción inevitable con los mercados capitalistas, sino como dispositivos que operen ex-ante y que, por lo tanto, nos empoderen “desde el principio” y nos ayuden a crear y consolidar esas posiciones de invulnerabilidad socioeconómica que hemos visto que son necesarias para hacer del mundo algo más nuestro.

Conclusiones: ¿por qué la renta básica hoy?

¿Por qué movimientos sociales y organizaciones políticas de izquierdas -especialmente sus bases- vuelven a poner sobre la mesa, no sin ciertos titubeos, la propuesta de la renta básica? ¿A qué se debe su reviviscencia en este momento de ofensiva oligárquica contra los derechos sociales conquistados tras décadas de luchas por parte de las clases populares? Analicémoslo con algo de perspectiva histórica.

Como es bien sabido, el pacto social que siguió a la Segunda Posguerra Mundial, que cimentó los regímenes de bienestar que hemos conocido -o a los que hemos aspirado-, giraba alrededor de dos grandes ejes. Por un lado, las poblaciones trabajadoras lograban blindar niveles relevantes de seguridad socioeconómica que se concretaban en una ocupación con salario digno -fundamentalmente para la población masculina, eso sí- y en la presencia de políticas públicas más o menos ambiciosas que terminaban de consolidar ciertas certezas. A cambio, las poblaciones trabajadoras renunciaron, no sin la crítica de la extrema izquierda y de la izquierda autónoma, al objetivo central de los movimientos emancipatorios contemporáneos, a saber: el control de la producción, esto es, el control democrático de las decisiones estratégicas relativas al funcionamiento de centros de trabajo y economías enteras.

Pero hoy este pacto está roto. La ofensiva neoliberal contra derechos sociales y formas de articulación comunitaria del tejido social popular -pensemos, por ejemplo, en la ofensiva thatcheriana contra el sindicalismo británico- lo ha dejado hecho añicos. Y no se observa voluntad alguna, por parte de la oligarquía deconstituyente, de reconsiderar su posición.

¿Qué hacer cuando un pacto se rompe? ¿Qué hacer, además, cuando la ruptura del pacto en cuestión ha sido de carácter unilateral? Si un pacto incluye, como acabamos de ver, una victoria y una renuncia, parece que una opción lógica y legítima -así lo están viendo los movimientos sociales post-crash del 2008- puede ser la recuperación de aquello a lo que la parte traicionada renunció con motivo del pacto en cuestión: en este caso, la recuperación del control de la producción -la recuperación del control sobre nuestras vidas (re)productivas- como objetivo social y político. Vista la negativa del capitalismo contrarreformado a aceptar ser re-reformado, parece sensato pensar que cualquier objetivo menos ambicioso resulta también menos realista.

Pero ¿cómo poner sobre la mesa hoy la cuestión del control de la producción -y de la vida-? ¿Cómo recuperar y llenar de contenido este viejo objetivo -tan viejo y sin embargo tan nuevo-, que apuntaba y apunta a la idea de que se precisan dispositivos para que todos y todas podamos hacernos con la capacidad de co-determinar los muy diversos mecanismos a través de los cuales producimos bienes materiales, bienes inmateriales, relaciones sociales, espacios de interacción, vida?

Obviamente, la renta básica no constituye una respuesta única y unívoca a estos interrogantes: la renta básica dista de constituir una solución a todos los problemas, como algunos críticos de la propuesta se obcecan en afirmar que sus partidarios sostenemos. Pero la renta básica nos puede ayudar a construir una estrategia practicable en esta dirección. En efecto, un flujo de renta que garantice nuestras existencias de forma incondicional, especialmente si viene acompañada de todo el paquete de medidas del que se ha hecho mención, nos dota del poder de negociación necesario para tratar de hacernos con otras formas de trabajo, con otras formas de organización de la (re)producción, con otras relaciones sociales, con un mundo verdaderamente común.