El ecologismo es un paradigma o, lo que es lo mismo, un sistema de pensamiento, una concepción del mundo. Como tal, le es propia una ética distintiva, una “ética de la tierra”, como la llamó Aldo Leopold. Según los parámetros de este paradigma y está ética, la comunidad humana es concebida parte -central pero simbióticamente enlazada- de una comunidad más amplia, que incluye suelos, aguas, plantas y animales, o colectivamente: la tierra. El ecologismo amplía los límites de la comunidad al conjunto de la biosfera, lo que conlleva considerar sujetos de derecho todas las formas de vida, es decir, la vida en todas sus formas. Ello supone que todo lo vivo, en su singularidad y en su trabazón comunitaria, es conceptuado, de alguna manera, un fin en si mismo y no meramente un instrumento, medio o recurso para otro fin. Muchos ecólogos formados en la tradición de las llamadas “ciencias naturales” expresan esta idea con mayor o menor fortuna y se conducen en coherencia con ella, como también muchos “científicos sociales”.

La clave última que permite hablar de una unidad del ecologismo bajo las diferentes tradiciones reside probablemente en este principio: que ninguna manifestación singular de la vida, como tampoco la vida en su totalidad holística, es un instrumento, un recurso, pues, al participar de la unidad misma a la que nosotros pertenecemos, merece un trato respetuoso. Ello conduce, como propone Leonardo Boff en La dignidad de la tierra, a una solidaridad con la naturaleza como solidaridad entre los humanos. Lo contrario es la dominación de la naturaleza, que es, como afirma Murray Bookchin en La ecología de la libertad, el correlato de la dominación del hombre. Seguramente, quienes lo han expresado más sabiamente no son los reconocidos como científicos, sino quienes tienen aliento poético, acaso porque el ecologismo no es solo intelectivo, sino también vivencial, experiencial. Por eso, para comprender el ecologismo, conviene antes leer obras de inspiración poética, aunque ello no excuse de leer después tratados de ecología. Leer por ejemplo el Discurso de Ingreso de Miguel Delibes en la Real Academia Española en 1975 (“El sentido del progreso desde mi obra”), o “Itinerario”, de Octavio Paz, por poner dos ejemplos notables. Delibes nos habla de la inmolación de la Naturaleza a la Tecnología, y de la obsesión por la técnica como obsesión de la dominación e instrumentación de hombres y naturaleza en la modernidad; Paz subraya que el ecologismo lleva a una relación con la vida no solo no instrumental, sino solidaria y hasta de veneración. Antes que ellos, Max Scheler expresó agudamente el sesgo instrumentalista y tecnicista que ha impreso en la cultura contemporánea el dominio de la máquina y de la técnica: “Existe en nuestra época una dejadez general en cuestiones del sentimiento, en cuestiones del amor y el odio, desinterés para la profundidad de las cosas y de la vida, y, por contraste, una ridícula seriedad excesiva y ocupación cómica para con las cosas que se pueden dominar técnicamente con nuestro ingenio.” (Scheler: 2003 [1973]: 85).

Pero las ideologías dominantes contemporáneas, portadoras de un orden de sentido establecido como sentido común, son los liberalismos y los socialismos, en plural, porque cada una de estas ideologías se han desplegado en corrientes más o menos divergentes. En lo que aquí nos interesa, tanto los liberalismos como los socialismos son crecentistas, aunque no en el mismo grado o con igual énfasis. Pues, por ejemplo, la tradición libertaria, o al menos lo más original de ella, como síntesis de ciertos valores socialistas y ciertos valores liberales, no es centralmente crecentista, sino antiautoritaria.

Los crecentismos conciben a cada ser humano y a la humanidad en su conjunto como entes necesitados materialmente y orientados centralmente a la obtención de más energía y bienes materiales para mejorar su bienestar y reproducirse ampliadamente; que más de estos recursos equivale a mejor vida. Subsecuentemente, conciben que riqueza es abundancia de tales cosas y pobreza carencia de ellas, ya sea para sujetos individuales, colectividades o la humanidad en su conjunto. Más acabadamente, conciben que el resorte fundamental (el demiurgo de Hegel) del proceso histórico (o, al menos, el resorte “en última instancia” fundamental) es la búsqueda por cada individuo y por la humanidad de más riqueza así considerada, o, si se quiere, de la perpetua huida de la pobreza entendida como carencia material.

A su vez, el crecentismo concibe que los dones materiales que deciden la riqueza así concebida, se crean. Dicho de otro modo, que la humanidad en su conjunto o actores determinados (proletariado según unos, emprendedores según otros, el Estado, etc) contribuyen a acrecentarla o, al menos, a mantenerla. Este creacionismo está implicado en la noción de crecimiento o incremento que creen medir los econometras en las estadísticas (PIB, índices bursátiles, consumo energético, etc) en las que quedaría registrado el incremento o decremento de esa riqueza así pensada.

En coherencia con tales supuestos, la cosmovisión crecentista atribuye un significado y un propósito fundamental a la vida de cada sujeto y de la humanidad en su conjunto: contribuir al proceso total de “crecimiento de la riqueza” o, lo que viene a significar lo mismo, al “desarrollo de las fuerzas productivas”, como si se tratase de completar la obra inacabada de Dios o la Naturaleza. Cualquier cosa, cualquier persona, institución, o colectivo es apreciada, depreciada o despreciada en función de que se crea que contribuye o no y en qué grado al proceso teleológico de “creación de riqueza” en pos de una humanidad definitivamente progresada y en seguro confort material, el horizonte trascendente de esta cosmovisión.

La fe crecentista de la cultura contemporánea es la decantación de varios procesos históricos: de un lado, el proceso de monetarización creciente de los intercambios y de mercantilización de los bienes y servicios, hasta alcanzarse un estadio general de estandarización cuantitativa y reducción simbólica del valor de las cosas a su valor mercantil. Todo lo que tiene un precio de mercado es mercancía y su valor monetario descuella y desplaza a otros valores y significados, y convierte a ese producto en unidad homogénea y sumable según el patrón de medida de la moneda en curso. Desde la perspectiva crecentista, si de un árbol se obtiene una mesa que se vende a determinado precio, ello ha devenido “creación” de riqueza, porque de un material del medio se ha obtenido un bien para el mundo humano y, sobre todo, porque se ha “creado” valor (mercantil) donde no lo había.

Otro de los procesos que han venido a afianzar la fe crecentista es la emergencia moderna de la concepción dicotómica del orbe: medio y mundo o, lo que es lo mismo, naturaleza y cultura. El medio o naturaleza es otra cosa y es exterior al mundo humano, que comprende lo elaborado por la humanidad y las relaciones de la gente entre sí y con sus principios y objetos de devoción. Vemos pues que el paradigma crecentista excluye de la comunidad, y por tanto de derechos, lo que incluye el paradigma ecologista: la vida más allá de la vida humana y las condiciones para su reproducción. Todo esto es medio externo y, por tanto instrumento o recurso en el crecentismo. Y, dado que se trata de concepciones que se aquilataron ya desde los albores del industrialismo, concebido este “medio” como algo de potencialidades ilimitadas: recursos físicos y bióticos incontables para nutrir el mundo o la comunidad humana. El crecentismo contemporáneo ya no puede ignorar los límites físicos y bióticos, pero mantiene su cosmovisión y su dicotomía naturaleza/cultura. Por tanto, mantiene la categorización del medio, de la naturaleza, como recurso o instrumento a merced de la comunidad humana. Ante ello, los crecentistas de hoy pretenden apuntalar su edificio simbólico apelando a la “sostenibilidad”: El destino mesiánico de la humanidad seguiría siendo la sociedad final definitivamente progresada de opulencia material y confort universales, aunque supuestamente lograda ahora “evaluando y minimizando los impactos sobre el medio”.

Así, a toda actividad que inmediata y fehacientemente consiste en extraer (minerales y energías fósiles del suelo), elaborar (hierro y plástico en artilugios), transformar, etc, los crecentistas la conciben como “creación de riqueza”, porque alcanza un precio de mercado y ello a su vez porque amplía y fortalece la esfera del mundo o la cultura frente al medio o naturaleza exterior. Y como una “creación”, es decir, como algo que se obtiene de nada o, cuando menos, como un “crecimiento”, es decir, más de menos. En fin, esta creencia supone, como ha visto José Manuel Naredo, la traslación a la modernidad de la vieja fe alquimista.

Adam Smith es el gran santo del panteón de crecentistas ilustres de la tradición liberal dominante; Karl Marx lo es del socialismo dominante. Llevan mucho tiempo y permanecen aun en los altares. Hay intentos de articular los axiomas del ecologismo y el marxismo, en lo que se llama ecosocialismo. No es cuestión de entrar en ello aquí, pero tengo mis dudas de que sea posible, como no sea “desnaturalizando” la obra de Marx. Y no digamos del marxismo en su proyección histórica hasta el presente, rayanamente obrerista y articulado sobre el principio del trabajador como sujeto revolucionario, portador germinal de la sociedad socialista definitivamente progresada, de total realización del potencial de desarrollo de las fuerzas productivas.

El ecologismo viene a derribar a estos santos, o a reinterpretarlos radicalmente, si el ecosocialismo prospera (no sería la primera vez que los mismos iconos son investidos de nuevos valores). Para con ellos y con los motivos que alimentan su condición augusta, el ecologismo es iconoclasta. Así con el “trabajo”, concepto axial de la cosmovisión crecentista, hasta el punto que con propiedad pueden ser llamadas nuestras sociedades “sociedades de trabajo”. La axialidad del “trabajo” en nuestro mundo ha alcanzado tal dominio, a diestro y siniestro, que pasa como obvio y “natural”. La suma de la tradiciones liberal y la socialista obrerista, santificadoras ambas, aunque desde distintos ángulos, de ese concepto de “trabajo”, lo han hecho posible. Quienes cuestionan, por las razones que sea, esta idea de “trabajo” y no hacen del “trabajo” el centro de su vida, son arrojados, cual idiotas o depravados parásitos inmorales, a los márgenes de la sospecha y la exclusión. Y quienes perseveran en no orientar su vida y prosternarse ante el “Trabajo” se condenan a vivir en situación de minoría congnoscitiva, fuera de las estructuras de plausibilidad de las que hablaba Alfred Schütz, casi en lo estrambótico.

De manera que la trayectoria vital de cualquiera en el mundo crecentista es fácil de trazar: los infantes, desde que articulan las primeras palabras, son escolarizados al objeto de ser adiestrados en el trabajo (el sentido noble de estudiar, como profundización en el conocimiento como fin en sí, es desplazado a favor de lo instrumental y utilitario: “prepararse para”). Finalizado este período formativo, el sujeto ingresa propiamente al mundo del trabajo o, dicho en términos de la estadística burocrática: pasa a ser “población activa”, lo que implica que estará ocupado en buscar trabajo, trabajando o demostrando que está imposibilitado para trabajar. Al final de la vida, quienes hayan trabajado lo suficiente, serán merecedores de una jubilación, y quienes no, por haber sido inútiles al proceso general de “creación de riqueza”, estarán a merced de la beneficencia. ¡Hay de quien no pueda justificar ante sí mismo y ante l@s demás que tiene entregada o que entregó su vida al “trabajo creador de riqueza”. A tal punto que las otras actividades no consideradas “trabajo”, como las artes, han debido consentir ser asimiladas en muchos extremos, para decir, por ejemplo “el trabajo del artista”, “el artista que se gana su vida dignamente con su trabajo”, etc

Pero esta noción de “trabajo” es en realidad moderna, hija de las ideologías crecentistas, y solo dentro del orden de sentido que ellas instauran tiene cabida. De la inmensa variedad de actividades de que somos capaces los humanos, los crecentistas distinguen unas y las elevan a la condición superior de “trabajo”. Según esta cosmovisión “trabajo” es toda actividad humana que contribuye directa o indirectamente al supuesto proceso general de “creación o producción de riqueza”. El resto de actividades, de estatus inferior todas para el crecentismo, son ocio, diletantismo, caridad, solidaridad u holgazanería. Esta categoría inferior de actividades, aunque pueden ser loables y satisfactorias, o incluso muy consideradas, como algunas artes, deben estar en función o, al menos, no estorbar las actividades superiores creadoras y recreadoras del mundo en progreso, llamadas “trabajo” (del latín trepalium, instrumento de tortura romano).

En fin, como mostró Max Weber, el trabajo es por excelencia la vía ascética en nuestro mundo crecentista, camino de santidad que nos justifica a cada uno, a los pueblos y a la humanidad toda. Y por ascético, mesiánico, porque las actividades conceptuadas “trabajo” no se reputan superiores por ser la base sobre la que pueden darse otras más gratas o gozosas, sino porque es lo que hará posible el advenimiento de la sociedad futura definitivamente progresada de bienestar material y erradicación de la pobreza (material).

Pues bien, esta idea de trabajo es basura irreciclable en la cosmovisión ecologista, porque este paradigma no contiene la creencia de que la riqueza se cree o crezca ni de que la orientación trascendente de la humanidad sea contribuir a tal fin, palmariamente quimérico ahora. “Trabajo” aquí se aparece como un concepto que engloba tipos de actividades completamente disímiles, y la propia idea de trabajo se figura, desde los principios de la ecología, falta de toda aura mesiánica. El orden de importancia y los agrupamientos lógicos de actividades humanas son otras en el ecologismo, porque otro es el mundo que se concibe y otro su sentido. La clave de bóveda de la cosmovisión ecologista es aproximarse a un estado de homeostasis de la comunidad humana en la comunidad biótica de la que se concibe parte y a la que reconoce derechos. Toda la actividad humana en su diversidad es iluminada desde este nuevo ángulo, por lo que idénticas actividades aparecen desde aquí con nuevos contornos y significados, y con distinta categorización

“Trabajos” muy celebrados en el crecentismo como contribuyentes destacados a la “creación de riqueza”, son en el ecologismo actividades perniciosas, innecesarias o que deben someterse a severa reducción. Y aquellas actividades que se consideran inevitables o se consideran necesarias para acercarse al horizonte de homeostasis y garantizar los derechos fundamentales de personas, comunidades y seres vivos, han de regirse, según el patrón del ecologismo, por el principio de precaución y austeridad. El ecologismo otorga todo su sentido y radicalidad a expresiones que en el crecentismo suenan descabelladas o estrambóticas: “Hemos construido sociedades de trabajadores sin trabajo (H. Arendt); “antes los pobres pedían pan, ahora piden trabajo” (J. M. Naredo).

En fin, el ecologismo aspira a la reducción o eliminación de actividades innecesarias o contrarias a su ideal, valora y prestigia actividades obliteradas y no consideradas “trabajo” en el paradigma productivista y, finalmente, reconoce la inevitabilidad de otras actividades para sostener el mundo (“trabajos socialmente necesarios”). Para estas, se propone reducción y reparto equitativo de la carga.

Por tanto, en perspectiva ecologista, queda trastornada la idea de trabajo y, por supuesto, su centralidad, que en clave del socialismo dominante llamaremos “obrerismo”, es decir, el mito según el cual el proletariado es el sujeto revolucionario colectivo y de que por el trabajo obrero y la lucha obrera se alcanzará la redención socialista. Mitología que lleva todavía a que muchas demandas por la equidad y la justicia reclamen legitimidad presentándose públicamente investidas de imaginería obrera. Una mitología o utopía que, aunque desgastada o rancia, no está tan muerta como aseguró ya hace años Habermas, cuando certificó la muerte de las utopías del trabajo.

Para millones de seres hoy la falta de trabajo material inmediato más la caída del ideal del trabajo o “sociedad de trabajo” equivaldría sin duda poco menos que al vacío, al sinsentido y al caos. Porque no solo sus existencias materiales sino el propio sentido de sus vidas está imantado por ese principio.

¿Qué ofrece el ecologismo para llenar ese vacío? Porque el ser humano, individualmente y en colectividad, necesita, como sostenía E. Fromm, un sentido, referentes y objetos de devoción. Algo se viene ofreciendo de hecho desde las perspectivas ecologistas y, más en general, desde el conjunto de lo que llamamos los nuevos movimientos sociales, poco o nada obreristas como sabemos. Ahí se aglutinan feminismo, pacifismo y ecologismo, en confusa fertilización e integrando otras tradiciones, como los movimientos étnicos alterglobalistas. Desde muchos de esos espacios y de muy variadas formas, se viene reclamando repolitización, recuperación de la soberanía usurpada: en sus frecuentes y variopintos actos públicos, simbolizan asambleas en las que deliberan y deciden sobre todo, cuando pocas o ralas competencias les han dejado las oligarquías reinantes. Todo ello, bien entendido, está apuntando hacia un republicanismo de nuevo cuño, que incorpora ya otros motivos a los que genuinamente porta el republicanismo desde la antigüedad: la asunción, en toda su radicalidad, de los derechos humanos, de que la humanidad forma parte de una comunidad más amplia, de los derechos colectivos de los pueblos, etc. Porque hay siempre, sumada a estos motivos, la demanda de una repolitización fuerte de los sujetos individuales y colectivos. Y esta demanda de repolitización, explícita o calladamente, apunta a un desplazamiento en la concepción de la persona y de la comunidad desde su definición crecentista y productivista de “animal laborans” a la republicana de “zoon politikon”; desde la condición de partícipe en el “proceso de producción” (trabajad@r, empresari@, parad@, etc) a la de partícipe en la comunidad política (ciudadan@).

La Renta Básica Universal, derecho que se funda en la condición del sujeto como ciudadano, con independencia absoluta de su relación con las actividades tenidas por “trabajo”, debe ser considerada por el ecologismo un instrumento idóneo para facilitar el cambio de rumbo fundamental que requieren nuestras sociedades. Porque es una propuesta republicana y porque entre sus implícitos está el rechazo del “Trabajo” como centro y razón de ser de la persona.

Félix Talego

Miembro de la Mesa Provincial Equo-Sevilla

Profesor de Antropología Social

Universidad de Sevilla