Buenos días,
En este año 2006 que estamos finalizando hemos celebrado una efeméride muy significativa para las mujeres de este país: hace 75 años logramos el derecho al voto durante la Segunda República gracias, entre otras y otros, a Clara Campoamor que hizo una apasionada y eficaz defensa de los derechos de las mujeres. Ello nos permite, con una cierta perspectiva, preguntarnos en qué situación nos hallamos en la actualidad. ¿Se han cumplido las expectativas de las mujeres? Puede la propuesta de una renta básica universal colaborar en el cumplimiento de estas expectativas? Trataré de dar respuesta a ambas preguntas aunque ya os avanzo que, como en todo en la vida, encontramos luces y sombras.
La pensadora feminista Nancy Fraser propone una redefinición del concepto de justicia en los estados del bienestar (estados “postWesfalianos”, en sus propios términos) que comprende tres dimensiones: se genera injusticia en la distribución de los recursos, injusticia en el reconocimiento de quienes los producen e injusticia en su representación. Todos ellos implican desequilibrios en la economía.
La injusticia en la distribución de los recursos, como es obvio, se refiere a la marginación económica que sufren muchos seres humanos.
La injusticia del reconocimiento, en cambio, introduce un desequilibrio en la economía simbólica al referirse a la marginación sociocultural, no económica, de colectivos socialmente etiquetables por su raza, variedad cultural u orientación sexual, que responderían a este segundo paradigma.
La injusticia de representación nos remite a los ámbitos en donde se produce la de toma de decisiones, ámbitos tanto públicos como privados.
Pues bien, las mujeres sufrimos los tres tipos de injusticia básica.
La tradición del feminismo socialista (en sentido amplio, no partidista) ha insistido en la problemática de la distribución: feminización de la pobreza, discriminación laboral… pero también padecemos un déficit de reconocimiento que se refleja en la devaluación de lo femenino en la sociedad. Un ejemplo es la escasa valoración de las tareas femeninas (no hay más que observar la diferente remuneración a un electricista o a una canguro) pero también podemos detectarlo en el hecho comprobado de que cuando las mujeres se incorporan a profesiones donde tradicionalmente no estaban, éstas se devalúan. La filósofa María José Guerra califica este hecho del efecto Anti Rey Midas, porque todo lo que tocamos se devalúa socialmente.
El análisis sobre la triple injusticia se sitúa en el ámbito estructural pero además encontramos obstáculos en el ámbito de las creencias sociales, mucho más difíciles de identificar y de modificar. Señalaré sólo tres de las premisas más comúnmente aceptadas, instaladas en el imaginario social y que no se adecúan, en mi opinión, a la realidad.
1. La primera es pensar que vivimos en un país avanzado, con niveles formativos elevados o, como mínimo, aceptables, y donde la pobreza cada vez es más reducida y prácticamente, residual.
Esta percepción proviene básicamente del discurso de la clase política y de los medios de comunicación, un discurso que potencia la creencia de pertenecer a una cómoda clase media, motor de la economía y que nos impulsa a trabajar con el objetivo de adquirir bienes de consumo. En las encuestas realizadas a la población, pràcticamente nadie se define como perteneciente a una clase socioeconómica alta, ni tampoco a la baja. Todo el mundo se autoincluye en la clase media. Sin embargo, esta situación idílica no es real. Los informes de índice de pobreza señalan que cada vez son más las personas que viven, o sobreviven, en el umbral de la pobreza o dentro de ella (según el informe Foesa y Cáritas de abril de 2005, aumenta la pobreza severa en España). Pero no está de moda hablar de clases sociales. En reiteradas ocasiones se me ha pedido cortésmente que no utilice ese término, ya obsoleto, y se me ha sugerido que lo sustituya por otro más apropiado como, por ejemplo, “segmentos poblacionales”. Pero como todos los que estamos aquí sabemos, y especialmente las mujeres, el lenguaje nunca es inocente. Y, aunque incomode a nuestras relajadas conciencias, la verdad es que aumenta el número de personas en riesgo de exclusión social. Los profesores Vicente Navarro y Joan Subirats, entre otros, han puesto de manifiesto esta situación con datos concretos. Situación que es especialmente crítica con las mujeres ya que, como se sabe, lamentablemente, la pobreza tiene nombre de mujer. Los últimos informes de la ONU señalan que 7 de cada 10 pobres son mujeres. En nuestro país, el paro femenino pràcticamente dobla el masculino, la temporalidad en los contratos es varios puntos superior, las mujeres mayores de 65 años tienen pensiones mínimas (las viudas en España, junto con las portuguesas y las griegas, son las que quedan con menor protección social cuando muere su pareja), los contratos a tiempo parcial, mayoritarios entre las mujeres, no comportan bastantes prestaciones para lograr una autonomía suficiente, sobre todo si ellas tienen responsabilidades familiares, etc. Esta desigualdad en el acceso a los bienes sociales y económicos provoca grandes tensiones en nuestra sociedad y muchos desequilibrios que deberíamos analizar y corregir.
2. La segunda creencia, instalada especialmente entre las personas jóvenes de ambos sexos, es la que considera que la igualdad legal conlleva la igualdad de oportunidades entre mujeres y hombres, que ya se ha alcanzado y no es necesario continuar esforzándose en ella. La polisemia del término “igualdad” en el que coinciden los conceptos de “equivalencia” e “identidad” dificulta la identificación del problema y a las conquistas legales en términos de igualdad se le atribuyen otras virtudes de las que el ordenamiento jurídico necesariamente carece.
Cuando se pregunta a la población cuáles son los problemas que más preocupan nunca aparece en el listado la discriminación entre hombres y mujeres, ni siquiera la violencia de género, siendo como es uno de los más graves problemas que tiene nuestra sociedad en la actualidad. Si la pregunta es cerrada y se dan respuestas a escoger, la discriminación y la violencia contra las mujeres son seleccionadas en los últimos puestos. El hecho de que esta violencia haya provocado más muertes en nuestro país que el terrorismo en los últimos años y por supuesto muchísimo más espacio político y mediatico no tiene incidencia alguna. En el imaginario social se ha instalado la percepción de que las mujeres ya han logrado lo que se habían propuesto. Pero también respecto a esta creencia los datos objetivos muestran que la percepción no se adecúa a la realidad. Hay una miríada de elementos que afectan a la representación y si estas navidades vamos a una juguetería y pasamos por el pasillo rosa veremos una pequeña muestra de los efectos de esta presión en las próximas generaciones. El uso diferenciado de planos picados (que diminuyen) y contrapicados (que agrandan, 20%♂ versus 8%♀) en función del sexo en los medios de comunicación es otro ejemplo más sutil pero igual de insidioso.
3. La tercera creencia es que la igualdad legal presupone que los accesos a los lugares de decisión dependen de la voluntad libremente ejercida por las personas que tienen la motivación y las aptitudes necesarias para alcanzarlos.
Es cierto que las legislaciones europeas contemplan esta igualdad de derechos pero aún dista mucho de ser real. Un ejemplo evidente es la dificultad de acceso de las mujeres a los cargos de decisión, sea en el ámbito político o en el sector privado. Sólo el 10% de alcaldes de Cataluña son mujeres y no más de un 4% alcanzan un puesto en los Consejos de dirección de las grandes empresas. Tampoco el mundo académico, supuestamente el más avanzado y progresista, sale mejor librado. Un estudio del Observatorio de Bioética y Derecho de la Universidad de Barcelona alerta que, si bien las mujeres son ya más de la mitad del total de licenciados, sólo el 14% de las cátedras están en manos femeninas, y sólo encontraremos 4 rectoras de entre los 72 rectorados que hay en España. Esta discriminación se da en todas las carreras, no solamente en las técnicas o científicas que han sido tradicionalmente masculinas. Es impactante comprobar que no hay ninguna catedrática en disciplinas tan emblemáticas como Obstetricia, Pediatría, o Teoría de la Literatura, por poner un ejemplo. Por otra parte, a pesar de ser las mujeres las que acaparan los mejores expedientes académicos, son las que representan la menor tasa de empleo (35’9% en España).
El motivo de esta situación es el llamado “techo de cristal” que impide a las mujeres acceder a los cargos de decisión de una forma tan sutil que resulta invisible. Un estudio publicado recientemente por profesoras de la Universidad de Vigo en la Revista de Psicología Social habla del fenómeno del neosexismo, que se define como las manifestaciones de un conflicto entre valores igualitarios y sentimientos negativos hacia las mujeres. Este sexismo moderno queda reflejado en que las personas ya no expresan abiertamente sus creencias sexistas aunque en el fondo sientan algún tipo de resentimiento hacia la presión que las mujeres han ejercido para conseguir un mayor poder político y económico, además de un respaldo legal. (1)
De estas creencias que he tratado de “deconstruir” se derivan, como mínimo, dos conclusiones: (a) es necesario un mayor gasto social para disminuir la diferencia entre clases sociales y erradicar la pobreza, que afecta especialmente y de forma mayoritaria a las mujeres en nuestra sociedad y (b) la igualdad en los derechos no conduce a la igualdad de oportunidades, en la que hay que profundizar con políticas activas que favorezcan el reconocimiento y la representación de las mujeres.
¿Qué puede aportar la propuesta de una renta básica en este panorama que he dibujado respecto a las expectativas de las mujeres? Pues en mi opinión, mucho, pero no sólo, como podría pensarse, puesto que se trata de un ingreso económico, en el terreno de la injusticia en la distribución de recursos sino que creo que también contribuiría a equilibrar las injusticia en los ámbitos fundamentales del reconocimiento y de la representación. Y trataré de explicar por qué.
El primer efecto que tendría la RB es lograr, lógicamente, un mayor equilibrio en el ámbito de la distribución de recursos. Su objetivo es garantizar las condiciones materiales de existencia a toda la población y éste es precisamente, el objetivo de los movimientos de mujeres porque es una garantía para la libertad personal.
Un segundo efecto sería avanzar en el reconocimiento de la igualdad entre hombres y mujeres, precisamente por garantizar esa igualdad de recursos de partida. El feminismo es heredero de la ilustración (como dice la filósofa Celia Amorós, un hijo no querido pero hijo –o hija- al fín). Ya la ilustrada Mary Wallstonecraft reclamaba en su libro “Vindicación de los derechos de las mujeres” en el siglo XVIII la igualdad en el ámbito público, en la remuneración, en la formación, para poder ejercer como ciudadanos de pleno derecho. En este sentido, recalco, no debe confundirse igualdad con identidad. El proyecto feminista es de igualdad entendida como equivalencia, se trata de una relación de homologación: hombres y mujeres deben ubicarse en un mismo rango de cualidades, un mismo estatus como seres humanos. Igualdad no es sinónimo, por tanto, de perder la propia identidad asumiendo miméticamente la masculina. Lo que ocurre es que lo que se define como genéricamente humano está impregnado de masculinidad porque son los hombres quienes mayoritariamente han ejercido esos derechos. Lo que se pretende es que las diferencias de sexo no deriven en discriminación ni desigualdad y en este proyecto de transformación social el feminismo va de la mano de la RB.
Por último, como tercer efecto que querría señalar en el ámbito de las posibilidades, es que la RB contribuiría a dotar de individualidad a las mujeres y por tanto avanzar en el ámbito de su representación. A las mujeres se nos ha negado y se nos niega de forma recurrente y tenaz la individualidad (las marujas, las maripilis, las maltratadas o en culto las pléyades, las nereides). Según datos del Informe Anual del Observatorio del Instituto de la Mujer sobre los medios de comunicación, las mujeres son el 21% de las personas que aparecen nombradas con nombre propio, ante un 79% de hombres y en televisión los hombres intervienen un 84% del tiempo ante un escaso 16% de mujeres. Los maestros aprenden antes los nombres de los niños que los de las niñas, a quienes perciben como colectivo indiferenciado. Cuando las personas tienen poder, tienen nombre, pero para que las personas tengan poder es necesario que primero tengan nombre. El punto relevante de la RB, en este sentido, es que no se concibe como una concesión a un colectivo, en cuyo caso volveríamos de nuevo a la negación de la individualidad, sino como un derecho de todas y cada una de las personas, por el mero hecho de serlo. Hay que constituir, pues, la individualidad femenina. Las mujeres hemos estado socializadas para el “no poder”, fundamentalmente por haber estado apartadas del ámbito público. Según Cristina Molina, el patriarcado es “el poder de asignar espacios” y a las mujeres se las adscribió al espacio privado, el que no se ve, y lo que no se ve, no es valorado socialmente. A esta invisibilidad contribuye la falta de recursos económicos propios y el estar siempre subsumidas a la familia. Con frecuencia las ayudas sociales son a las familias, no a las mujeres como personas individuales, situación que revierte en su indefensión. No es por casualidad que políticamente el área de la mujer suela estar incluida en el Departamento de Bienestar y Familia. La familia se constituye en protagonista concebida como una extensión natural de las mujeres. En este sentido por tanto, una renta básica que reconoce el derecho a todo ser humano por el hecho de serlo, no en función de su familia, ni de su trabajo, ni de su estatus social, propicia las condiciones para una mayor individualidad de las mujeres, al concederles rango de SUJETO y no de objeto, como ha sido tradición, un paso necesario para tener poder de representación en todos los ámbitos de decisión.
En conclusión, pienso que la renta básica es un buen instrumento para avanzar, no sólo en los parámetros relativos a la economía objetiva sino también en relación a los que hemos citado como “economía simbólica”, y aquí radica precisamente su fuerza. A los que defendemos este sistema nos tachan de utópicos pero las mujeres hemos manejado grandes dosis de utopía cuando hemos luchado por el sufragio universal o por el acceso a la formación universitaria o el fin del esclavismo. Sólo la utopía nos acercará a la justicia social que defendemos. Muchas gracias.
Nota:
(1) Lameiras, M., Rodríguez, Y. y Calado, M. (2006): “El neosexismo y diferencias de género en las metas de trabajo”. Revista de Psicología Social. Vol. 21 (3).
VI Simposio