Denominaremos trabajo al conjunto de actividades, remuneradas o no, cuyos resultados proporcionan bienes y servicios a los miembros de nuestra especie y sirven para su reproducción. Una definición útil a nuestros propósitos, pues engloba las tres clases de trabajo que expondremos a continuación.

Según esta descripción no todas las actividades consienten su catalogación como trabajo. La actividad introspectiva, en algunos casos heroica, no cabría en la definición propuesta. Resulta también difícil considerar como tal la contemplación extasiada de la belleza (animal, vegetal o mineral), y tampoco el solo esfuerzo equivale a trabajo. Por supuesto, escalar una montaña hasta los tres mil metros de altitud es empeño arduo, pero no suele calificarse habitualmente como trabajo.

La definición no requiere, por otra parte, que la actividad sea extenuante. Desde luego, incluye aquellas tareas denominadas autotélicas o no instrumentales – del griego αὐτός autos (referido a uno mismo) + τέλος telos (objetivo), por carecer de una intención o propósito ajeno a sí mismas y su propia realización. En realidad, es difícil sustraer del trabajo voluntario sus cualidades autotélicas, como mostraremos más adelante. De todas formas, la mayor parte de los trabajos, lejos de ser autotélicos, obedecen a una necesidad que demanda atención obligatoria. La definición apuntada comprende aquellas actividades que se llevan a cabo por gusto o placer. Si nuestro vecino disfrutara saliendo a comprar lo que quiera que le encargásemos, la satisfacción que obtuviera nos beneficiaría a ambos. La descripción, por otra parte, no establece que el resultado de la actividad deba ser un objeto físico; puede tratarse también de un servicio (retribuido o no). La mayor parte de los resultados del trabajo doméstico no son objetos materiales.

También es significativo el hecho de que la definición opte, desde el punto de vista metodológico, por prescindir de cualquier referencia a la utilidad social que pudiera derivarse del trabajo. El componente político (porque el grado de importancia que se le conceda dependerá de convicciones sociales, éticas y económicas) de esta interpretación del trabajo no es menos importante. Algunos podrían opinar que la labor que desempeñan los miembros de las fuerzas armadas, los altos ejecutivos de grandes empresas privadas, y otro no desdeñable etcétera de ocupaciones, es completamente inútil, incluso socialmente dañino, además de una carga injustificada sobre los contribuyentes. Otros desvelan sus inclinaciones políticas cuando atribuyen a estas tareas un mérito considerable, apelando, por ejemplo, al manido concepto de bien público[1] en el caso de la mal llamada defensa nacional (en un caso como el del Reino de España es esperpéntico: ¿defensa nacional?). Como las particulares creencias sobre lo que sea socialmente provechoso constituyen terreno minado desde el punto de vista conceptual, que la definición eluda la evaluación filosófica y social del trabajo representa, abiertamente, una virtud. Si además, intentamos fijar no solo algún criterio de orden, sino también de cantidad para determinar aquella utilidad (cuánto más útil, por ejemplo, es el trabajo que realiza un operario de una máquina de lavado de coches que el desarrollado en el hogar por una madre sola que se ocupa de la crianza de dos hijos; o el trabajo que lleva a cabo un profesor de sánscrito comparado con el de una entrenadora de esquí de fondo) la situación se complica exponencialmente.

Todavía hoy los aspectos económicos, políticos y sociales del trabajo no son bien comprendidos (y analizar las razones de este desconocimiento sería provechoso en cualquier proyecto que tratara de revelar la naturaleza de las modernas formas de explotación), porque hasta los años sesenta, tanto en el ámbito académico como en la calle, “trabajo” era exclusivamente el realizado en el mercado laboral, bajo el nombre de trabajo asalariado o empleo remunerado.

Tres clases de trabajo

El trabajo asalariado es un tipo de trabajo que se ejecuta en el mercado laboral a cambio de una contraprestación económica, aunque algunos de estos trabajos no pertenecen a aquella categoría, por ejemplo, el realizado por libre o freelance. El trabajo que se remunera cuando ha sido realizado en las condiciones en que se pactó es, desde luego, muy importante, pero solo un tipo de trabajo.

Dividiremos ahora el trabajo en tres categorías: 1) trabajo remunerado; 2) trabajo doméstico; y 3) trabajo voluntario, para preguntarnos a continuación cómo una renta básica – asignación económica dineraria incondicional que se garantiza a cada miembro de la población – incide sobre cada una de ellas.

El trabajo remunerado y la renta básica

El trabajo remunerado recibe frecuentemente el nombre de ocupación o empleo. Independientemente de la mayor o menor propiedad de estos términos, lo que importa destacar es que la intención de esta denominación general es referirse a una actividad que da acceso al pago de una cantidad de dinero. Este importe puede adoptar la forma de salario, si el trabajador desempeña su tarea en el ámbito y bajo la dependencia de otra persona; beneficio, cuando lo percibe el dueño de los medios de producción; y pensión cuando su destinatario es una persona retirada del mercado laboral. La forma en que la introducción de una renta básica puede incidir sobre este mercado es asunto de particular interés. Los efectos previsibles de su establecimiento son al menos cuatro: 1) incremento del poder de negociación de los trabajadores; 2) más autoempleo; 3) más empleo a tiempo parcial; y 4) subidas salariales en determinados puestos de trabajo y disminuciones en otros.

En primer lugar, un mayor poder de negociación de los trabajadores presenta una importante ventaja. Percibir una renta básica disminuiría la presión de aceptar un empleo cualesquiera que fueran las condiciones laborales ofrecidas. Si se decidiera optar por abandonar el mercado laboral la renta básica conferiría a los trabajadores una capacidad de negociación (o resistencia) bastante mayor que la actual. Alargar las negociaciones laborales hasta el límite de la ruptura cuando los jefes pueden fácilmente substituir a los trabajadores díscolos por máquinas, o reemplazarlos por otros más complacientes del “ejército industrial de reserva”, es operación muy arriesgada cuando la subsistencia depende directa y casi exclusivamente de los sujetos que se sientan al otro lado de la mesa. Este es el tipo de situación al que se enfrentan los trabajadores hoy, cuando la relación capital-trabajo se presenta hasta tal punto desigual. Una renta básica permitiría a la clase trabajadora no solo negarse terminantemente a aceptar unas condiciones de explotación inadmisibles, sino también plantear formas distintas y más satisfactorias de organizar el trabajo. Entonces podrían decir dignamente y sin riesgo de morirse de hambre: «Preferiría no hacerlo», a diferencia de Bartleby, el escribiente en el cuento que Herman Melville situara en Wall Street.

Una renta básica también constituiría, durante las huelgas, una garantía a modo de fondo o caja de resistencia que proporcionaría a los trabajadores una posición de fortaleza mayor que la actual, cuando pueden verse obligados a hacer frente a reducciones de salario de carácter sancionador, muy difíciles de soportar porque la mayoría no dispone de otros recursos para aguantar muchos días de huelga legal.

En segundo lugar, una renta básica estimularía con toda probabilidad el autoempleo, pues disminuiría de forma considerable los riesgos de emprender un proyecto nuevo. Para quien se embarca en un pequeño negocio, una renta básica supondría una especie de seguro que contribuiría a superar la aversión al riesgo que se asocia frecuentemente con esta clase de iniciativas. También daría pie a una mayor innovación y, obviamente, convertiría a las cooperativas de trabajadores y usuarios en una opción mucho más atractiva y viable.

En tercer lugar, parece razonable asumir que la implantación de una renta básica permitiría, en determinadas momentos de la vida, inclinarse por empleos a tiempo parcial. En la actualidad, como estos contratos no proporcionan una remuneración suficiente, quienes de otro modo hubieran optado por esta modalidad se ven habitualmente forzados a aceptar puestos de trabajo a tiempo completo. Y, sin embargo, según las estadísticas oficiales, muchas de las personas que trabajan a tiempo parcial lo hacen porque no pueden encontrar empleo a jornada completa. En otras palabras, no pueden elegir el número de horas que desearían trabajar.

Por último, una renta básica supondría un aumento real y asegurado del salario de algunos puestos y, posiblemente, una disminución de otros. Traería consigo una presión al alza de los sueldos de quienes desempeñan trabajos incómodos y poco gratificantes. Algunos autores apuntan que el salario medio de los empleos más prestigiosos o desahogados descendería porque el trabajo sería valorado de forma distinta.

La objeción que sostiene que la gente no querría ocuparse de cierta clase de trabajos si recibiera una renta básica admite tres tipos de respuesta. La primera está directamente relacionada con posibles modificaciones de las tablas salariales. Subidas significativas en determinadas ocupaciones podrían volverlas más (instrumentalmente) apetecibles para algunas personas, al menos en el corto plazo. En segundo lugar y más en general, no se acabaría el mundo si algunos trabajos desaparecieran porque la gente no quiere realizarlos (vigilantes de los campos de refugiados o teleoperadores, por ejemplo). Y, tercero, que algunas ocupaciones no fueran viables a los niveles de salario exigidos incentivaría la innovación tecnológica y la automatización.

Otro asunto que asoma con alguna frecuencia tiene que ver con la compatibilidad de renta básica y trabajo remunerado (empleo). La renta básica no es en absoluto incompatible con cualquier tipo de empleo. Para no detenernos en toda esa majadería sobre la “dignidad del trabajo”, diremos simplemente que no hay nada que dignifique en el trabajo en sí y, desde luego, no dignifica un empleo humillante, mal pagado y desarrollado en condiciones deplorables. Por supuesto, existen trabajos (o más exactamente, tipos de empleo) gratificantes, pero no son la norma. Según Forbes (31 de marzo de 2016) el 70% de las personas detesta o se siente completamente alienada en su trabajo[2]. Racional siempre y siguiendo a Aristóteles, Marx expuso de forma clara la relación existente entre trabajo asalariado y esclavitud. Quien posee solo la “libertad” de vender su fuerza de trabajo está sometido a una forma de servidumbre y, por tanto, no es libre. Lo que proporciona la dignidad es tener la existencia material garantizada. Para resumir, defender la renta básica es perfectamente compatible con – incluso complementario de – defender el acceso al empleo de cualquiera que lo desee. De hecho, algunos autores han descrito la forma en que una renta básica contribuiría a alcanzar este objetivo.

No entraremos en el detalle de los formidables, perniciosos cambios en el mercado laboral a los que asistimos hoy, en 2016, después de las políticas de austeridad y medidas legales que comenzaron a imponerse con los primeros síntomas de la crisis económica. En cuanto a la “solución” del pleno empleo sugerida por algunos zoombies, ¿en qué planeta viven? Algunos parecen creer que pueden atrasar el reloj hasta los años posteriores a la Segunda Guerra Mundial. Aunque no lo sepan, no se pude volver a atrás.

También damos por sentado algunos aspectos del mundo laboral que evidenciarían la necesidad, mayor si cabe, de introducir una renta básica: el creciente fenómeno de los trabajadores pobres; las circunstancias extremadamente precarias de buena parte de la clase trabajadora; la alta probabilidad de una mayor mecanización y robotización que acarrearían, obviamente, un aumento del desempleo no compensado por la creación de nuevos puestos de trabajo; y drásticos cambios en las relaciones laborales (o su desaparición). No es necesario decir que estos tres asuntos están estrechamente relacionados.

En un estudio de 2013 frecuentemente citado, The Future of Employment: How susceptible are Jobs to Computerisation?[3], Carl Benedikt Frey y Michael A. Osborne calcularon que para el año 2033 casi la mitad de los puestos trabajo actuales se habrían automatizado. Por esta misma razón, muchas de las personas que trabajan en el campo de la inteligencia artificial apoyan una renta básica. El experto en ciencia de datos Jeremy Howard ha afirmado que si no queremos que la mitad de la población mundial se muera de hambre por no aportar valor añadido, la mejor solución sería implementar una renta básica universal, basándose en la premisa de que todas las personas merecen una misma cantidad para vivir en condiciones dignas[4]. En otras palabras, la renta se disociaría del empleo.

Otro aspecto de esta mecanización guarda relación con los impuestos. Las tecnologías de la información no solo están ocupando el lugar de los puestos de trabajo, también se acelera la concentración de la riqueza. Si antes las empresas necesitaban alrededor de cien mil empleados para generar mil millones de dólares de beneficio, ahora solo necesitan unos cincuenta trabajadores para embolsarse 20 mil millones (en 2014 la revista Forbes calculó el valor de Whatsapp, con 55 empleados, en 19 mil millones de dólares). No hace falta un título en Economía para deducir que el capitalismo concentra cada vez mayor riqueza en las manos de quienes ya la poseen. La llamada economía del “trickle down” (“goteo hacia abajo”) da lugar, en realidad, a un flujo ascendente de renta que acaba retenida en depósitos secretos, impidiendo de este modo la creación de riqueza. El Institute for Policy Studies ha descubierto que cada dólar extra de retribución en manos de los trabajadores con bajos salarios añade alrededor de 1,21 dólares a la economía estadounidense. Si ese dólar fuera a parar a una persona que percibe una alta remuneración, solo sumaría 39 céntimos al PIB. En otras palabras, si los 26,7 mil millones de dólares que recibieron en primas los tahúres de Wall Street en 2013 se hubieran destinado a los trabajadores pobres, el PIB habría aumentado unos 32,3 mil millones de dólares. Cuestión de sentido común. Las personas con bajos ingresos gastan su dinero rápidamente mientras que los ricos acumulan el suyo. En los Estados Unidos una redistribución en forma de renta básica de 1000 dólares al mes para cada adulto y 300 dólares para los menores de dieciocho años costaría unos 1,5 billones de dólares –alrededor del 8,5% del PIB- contando con la supresión de las ayudas que no serían ya necesarias una vez entrara en funcionamiento la renta básica. Solo el coste total de la pobreza infantil supone alrededor del 5,7% del PIB, pero sucede que los programas contra la pobreza dirigidos al 5-10% más pobre de la población no funcionan porque el impacto de la desigualdad en la riqueza procede de la brecha existente entre el 40% situado en peor posición y el resto. Para que algún programa de transferencia de rentas fuera eficaz tendría que beneficiar a alrededor de la mitad de la población. Esto empezaría a asemejarse a una renta básica universal. Para impedir que el modo de producción capitalista acabe por desembocar en un neofeudalismo se requiere alguna forma eficiente de redistribución. Una imposición fiscal que financiara la renta básica podría evitar que el dinero quedara estancado en la cima y permitiría su retorno al sistema político y social, contribuyendo así a impedir el colapso total causado por factores como la contracción del consumo y la violencia. No olvidemos que entre los años cincuenta y los primeros setenta del siglo pasado el tipo del tramo más alto del impuesto sobre la renta se situó por encima del 90% en Gran Bretaña y los Estados Unidos, mientras sus economías crecían espectacularmente.

Renta básica y trabajo doméstico

El trabajo doméstico, también llamado reproductivo o de cuidados, admite muchas definiciones, principalmente por la dificultad de incluir todas las actividades (atender a los mayores, a los enfermos, los niños, las tareas de la casa, etc.), y las distintas clases (familiar y no familiar) de convivencia que comprende. Pero algunas constantes se repiten en todas ellas, como las que se refieren a la crianza de los niños, el cuidado en el hogar de los enfermos y otras que conciernen al bienestar de las personas que conviven bajo un mismo techo. Tienen que ver con las tareas relativas a los miembros más ancianos y los más jóvenes de la familia. Si consideramos estos factores podremos dar con una definición: el trabajo doméstico es aquel que se lleva a cabo en el hogar para atender las necesidades propias y las de otros, e incluye labores como la limpieza, la preparación de la comida, la compra, el cuidado de los niños y ancianos y de cualquier familiar, o miembro enfermo de la unidad de convivencia.

Margaret Reid aportó hace más de ochenta años, en su pionero tratado Economics of Household Production (1934), una de las definiciones más antiguas del trabajo doméstico, de la que proceden otras muchas. Para Reid, la producción doméstica comprende el trabajo no remunerado realizado por y para los miembros de la familia, actividades que pueden ser sustituidas por productos del mercado o por servicios retribuidos, cuando factores como la renta, la situación del propio mercado y las preferencias personales hacen posible contratar los servicios de alguien ajeno al entorno familiar. Una de sus interesantes contribuciones reside en esta posibilidad de sustituir los bienes y servicios producidos en el ámbito doméstico por otros generados y ofrecidos en el mercado.

Para resumir, es necesario tener en cuenta las siguientes características del trabajo en el hogar: 1ª): Utiliza bienes adquiridos en el mercado o a través de los servicios de las administraciones públicas para producir bienes y servicios destinados al hogar (o autoconsumo), no al intercambio; 2ª) Inexistencia de retribución económica; 3ª) Reproducción de la fuerza de trabajo; 4ª) Control sobre ritmos y horarios.

El trabajo doméstico es desempeñado por ambos sexos, aunque de una forma que dista mucho de ser proporcional. Tanto en los países ricos como en los pobres las mujeres realizan, con mucha diferencia, la mayor parte. Las encuestas muestran que, en la Unión Europea, más del 80% de las mujeres que tienen hijos dedican cuatro horas del día a las tareas del hogar, en comparación a solo un 29% de los hombres. En el Reino de España, aunque los datos presentan algunas diferencias, las mujeres dedican entre cuatro y cinco horas al día a tareas relacionadas con la casa y la familia. Los hombres emplean una hora y media en esas mismas labores.

No hay duda de que cuanto menos tiempo se dedique al trabajo remunerado mayor será el tiempo destinado al trabajo doméstico, pero también aquí las proporciones entre los sexos son muy diferentes. Las mujeres que ocupan una menor parte de su tiempo en el desempeño de actividades remuneradas emplean mucho más tiempo en el trabajo de cuidados, mientras que los hombres dedican a estas tareas sólo un poco más. No hay nada nuevo en esto. Lo que merece atención, sin embargo, es la costumbre, no muy consistente, de considerar la misma – exactamente la misma – actividad trabajo en unos casos y no en otros (cocinar, por ejemplo). De nuevo, la causa del error es simple: la gente cree que solo la actividad remunerada económicamente merece el nombre de trabajo.

Durante los últimos años (al menos en los círculos académicos), las actividades relacionadas con los cuidados han sido progresivamente incluidas en la categoría de trabajo. No obstante, a la hora de hacer una evaluación precisa, asignar un precio a este trabajo resulta muy problemático, sobre todo debido a graves dificultades de cuantificación. La metodología utilizada puede ser agrupada en dos grandes bloques. Primero, los concernientes a la cantidad y calidad del trabajo empleado para obtener los bienes y servicios (métodos basados en la imputación de costes) y en segundo lugar, aquellos que se ocupan del valor de los productos obtenidos (imputación de resultados). Los primeros pueden subdividirse, a su vez, en función de los mecanismos empleados, en a) costes de sustitución, b) costes de servicio y c) costes de oportunidad. En cuanto a los métodos basados en resultados se puede también distinguir entre a) valor total y b) valor añadido.

Partiendo de estas diferentes formas de cuantificar el trabajo doméstico se han realizado unas estimaciones empíricas sobre el porcentaje del PIB que representa el trabajo de cuidados en diferentes países. En general, la suma de todas las clases de tareas utilizadas para cuantificar el porcentaje del PIB que representa el trabajo doméstico fluctúa entre la mitad y los dos tercios del total. Cualesquiera que sean los límites superior e inferior de esta cantidad, no se puede negar que, dejando de lado las diferencias entre los instrumentos de medida y el detalle pormenorizado de los resultados obtenidos, este tipo de trabajo representa, en todos los casos, una parte verdaderamente importante del porcentaje del PIB.

Independientemente de las diferencias sobre los posibles márgenes de error de estos datos, lo que merece ser subrayado aquí es cómo la importancia del trabajo de cuidados ha sido escamoteada por el conocimiento económico convencional. Una importancia que no reside solo en el mayor o menor porcentaje del PIB que aquel pudiera representar, ya que, por ejemplo, el amor de una madre o de una pareja no pueden ser calculados en términos de mercado.

¿Cómo podría incidir sobre el trabajo de cuidados la introducción de una renta básica? En este punto es necesario hacer un aparte. La renta básica por sí sola no resolverá todos los problemas relacionados con la división sexual del trabajo. Señalamos lo obvio por las continuas, manidas (infundadas) críticas que recibe la renta básica a cuenta del hecho de que no acabe con determinados problemas sociales, que tampoco pretende resolver. Quejarse del paro porque no ayude a solucionar los problemas de vivienda, o del sistema público de salud porque no actúe sobre el desempleo juvenil parece bastante irracional. Y, sin embargo, se supone que la renta básica ha de ser el curalotodo universal. La desigualdad y la división sexual en el trabajo son dos graves problemas sociales cuya solución requiere un paquete de reformas mucho más amplias que la renta básica.

Para volver a la cuestión principal, en primer lugar, la renta básica entrañaría, a todas luces, una mayor libertad para las mujeres. Hace más de dos siglos Mary Wollstonecrat señaló que la conquista de derechos, ciudadanía y un mejor estatus para las mujeres, tanto casadas como solteras, exigía su independencia económica. Segundo: muchas mujeres atrapadas hoy en la trampa de la pobreza bajo el sistema de subsidios condicionados podrían escapar de ella con una renta básica. La feminización de la pobreza se vería enormemente mitigada. Como la renta básica tiene carácter universal e incondicional, y se paga, por ello, tanto a hombres y mujeres, se resolverían, al menos, algunos de los problemas derivados de las asignaciones destinadas a los cabezas de familia (frecuentemente hombres). En tercer lugar, el establecimiento de una renta básica modificaría la distribución de las tareas domésticas entre hombres y mujeres en algunos hogares. Esta modificación no tendría, por lo general, consecuencias sobre las parejas homosexuales, los amigos que comparten casa y las personas que viven solas (una realidad creciente en las sociedades ricas), y tampoco en conventos y monasterios, donde las mujeres y los hombres no viven juntos (de forma admitida). Pero cualquiera que fuera el caso, el poder de negociación de la mujer que recibiera una renta básica sería mayor que el de una que no la percibiera. En síntesis, las mujeres ganarían mucho, no solo económicamente, sino también en términos de libertad.

Los papeles de Panamá han arrojado últimamente nueva luz sobre el maltrato con que el sistema neoliberal castiga a las mujeres. Cuando quienes están en lo más alto de la pirámide, mayoritariamente hombres, encuentran modos para pagar poco o ningún impuesto, la gente con menos recursos es la más perjudicada, especialmente las mujeres que ejercen de principal soporte de la familia y cuidan de ancianos y enfermos. La evasión de impuestos que practican los ricos se traduce en escasez de fondos y disminución del acceso a los servicios públicos y en más trabajo doméstico y de cuidados sin remuneración. Los paraísos fiscales están costando a los países empobrecidos, donde son las mujeres quienes más sufren la pobreza, al menos 170 mil millones de dólares en impuestos no recaudados cada año. Este dinero podría ser utilizado para financiar colegios, hospitales, la atención a la infancia o la lucha contra la violencia de género.

Renta básica y trabajo voluntario

Se entiende como trabajo voluntario el uso del propio tiempo en actividades no remuneradas destinadas a la ayuda a terceros distintas del trabajo doméstico[5]. El trabajo voluntario comprende un amplio abanico de áreas que incluyen los servicios sociales, la atención médica, la educación, la solidaridad con las personas empobrecidas o que sufren discriminación, los proyectos de reinserción de personas recluidas en prisión, el asesoramiento a mujeres víctimas de agresiones, el cuidado de pacientes con enfermedades relacionadas con el VIH, la asistencia a las poblaciones afectadas por catástrofes naturales, la ayuda a los refugiados – cada vez más numerosos y vulnerables – y al tercer mundo.

La motivación del trabajo voluntario puede ser doble: en primer lugar, está la satisfacción personal que genera la propia actividad. Este sería el caso de las tareas de tipo autotélico, en las que el premio reside en su misma realización, o, como explica Antoni Domènech, «el proceso es lo que cuenta; el propio camino es el objetivo»[6]. La acción autotélica es opuesta a la instrumental, donde el proceso es secundario y simplemente un medio para lograr un fin, que es lo que cuenta. El trabajo remunerado es, con algunas excepciones, básicamente instrumental. Dada la necesidad de adquirir algunos productos esenciales (comida, vivienda, ropa…) es obligado encontrar el dinero con que obtenerlos y, para la mayor parte de la gente, el empleo es la única vía para conseguirlo. En realidad, deberíamos conjugar el verbo en tiempo pasado – era la única vía – porque, en 2016, el empleo se está convirtiendo en una mercancía cada vez más escasa. El trabajo asalariado es una parte principal del trabajo remunerado y la única opción para quienes no poseen más que su fuerza de trabajo, aunque hablar de “opción” cuando esta no existe es ficción de género grotesco. De ahí que, para casi toda la población, el empleo tenga carácter instrumental, sea un medio, un modo de satisfacer ciertas necesidades ajenas al propio trabajo.

Sería muy difícil entender el trabajo voluntario si no tuviera ese carácter autotélico. Lo mismo sucede con la participación política, allí donde esta se revela como un compromiso mayor que el de ejercer el derecho al voto cada cierto tiempo, y solo inteligible si se reconoce que procura sus propias recompensas[7]. Evidentemente, el trabajo autotélico no incluiría a los burócratas que viven de la política. Para la mayoría de estos funcionarios, cargos públicos y otros representantes a sueldo, la actividad política es tan instrumental como cualquier otro trabajo asalariado, si bien con sus particulares privilegios, poder, influencia, ventajosas condiciones, lucimiento, etc.

Renta básica, trabajo y política

En la actualidad, una de las principales áreas en las que se despliega la actividad voluntaria es el medioambiente. Una regla fundamental que conecta los efectos políticos y económicos de la renta básica establece que una democracia sostenible requiere altos niveles de igualdad política, igualdad que, a su vez, precisa de niveles mucho menores de desigualdad económica. Un sistema político global donde 62 personas controlan más de la mitad de la riqueza mundial es altamente insostenible en un planeta que está entrando en la era de la sexta extinción en masa del Holoceno. Sin importantes cambios en la base de la sociedad y de las formas en que entendemos trabajo y progreso, las cosas no harán más que empeorar.

La implantación de una renta básica actuaría como estímulo de la participación en el trabajo voluntario, que requiere más tiempo del que normalmente la gente dispone. El trabajo voluntario no es una «alternativa» al remunerado porque, en ausencia de otras fuentes de ingreso, este último es esencial para la supervivencia. Si esta constricción fuera atenuada, al menos parcialmente, por una renta básica, el abanico de oportunidades se abriría. Muchas personas que desearían ejercer trabajos voluntarios no pueden hacerlo por falta de recursos. Huelga decir que las oportunidades de cambio social que surgirían de aquí no deberían escapar ni a la imaginación más limitada. Las posibilidades democráticas de mayor libertad en la esfera del trabajo no fueron extrañas al liberto Garrison Frazier: “La libertad prometida por la proclamación, tal y como la entiendo, nos desata del yugo de la esclavitud para situarnos donde podamos cosechar el fruto de nuestro propio trabajo, cuidar de nosotros mismos y colaborar con el gobierno en su protección…”[8].

Finalmente, los efectos de la renta básica sobre el trabajo debieran considerarse desde el punto de vista de las personas más pobres de la tierra. Un ejemplo bastará para sugerir sus posibilidades: en 2008-2009 un proyecto piloto se llevó a cabo en la aldea de Otjivero (Namibia), donde 930 residentes percibieron una renta incondicional de 100 dólares locales (aproximadamente nueve euros) al mes. Los niveles de pobreza descendieron del 76% al 37% y las cifras de niños con pesos inferiores al normal, del 42% al 10%. La población comenzó a acudir a la clínica local, aumentó la asistencia al colegio, la deuda de los hogares disminuyó, las relaciones sociales mejoraron y se produjo un descenso notable de los delitos por motivos económicos. Durante este tiempo floreció la actividad económica al crear los perceptores de rentas sus propios negocios de fabricación de bloques y elaboración de pan, entre otros. En los países empobrecidos los ingresos procedentes de la lucha contra la corrupción, el dinero desviado de la ayuda exterior, los impuestos sobre el turismo, los automóviles y los bienes de lujo podrían ser utilizados para financiar la renta básica.

A falta de ejemplos prácticos completamente implantados, los beneficios políticos (y, por tanto, laborales) de la renta básica solo pueden ser objeto de hipótesis. Pero solo es necesario pensar en la libertad que traería, en una situación en que los intentos de los gobiernos de todo el mundo por suprimir libertades personales y políticas son cada vez más feroces, para ver que aquellos beneficios podrían ser enormes e, incluso, providenciales para el planeta, como sugirió Naomi Klein en This Changes Everything. La mayoría de la gente coincidiría en que los seres humanos necesitan de algo más en sus vidas que trabajar para la mera supervivencia. La «jerarquía de las necesidades» de Abraham Maslow, por ejemplo, indica que una necesidad acuciante debe estar suficientemente satisfecha antes de que una persona pueda acceder a un nivel superior en la escala de necesidades. En la base de la pirámide se sitúan las necesidades fisiológicas y en lo más alto – después de la seguridad, el amor, el sentimiento de pertenencia y estima – estarían la moral, la creatividad, la espontaneidad, la capacidad para resolver problemas, la ausencia de prejuicios y la comprensión de la realidad. Es interesante comprobar cómo el trabajo de cuidados y el voluntario encajarían en lo alto de la pirámide de Maslow. Habría discusiones a la hora de definir el marco general, pero lo que claramente sugiere es que los tres valores principales que constituyen la base de los derechos humanos y de una sociedad democrática – libertad, justicia y dignidad – exigen que las necesidades básicas estén cubiertas. El trabajo asalariado raramente respeta la libertad, la justicia y la dignidad humana. Una renta básica universal e incondicional podría avanzar un largo camino en hacer realidad la promesa hoy hueca del artículo 32 de la Declaración Universal de los Derechos Humanos: “Toda persona tiene derecho al trabajo, a la libertad de elección de empleo, a condiciones justas y favorables de trabajo y a la protección contra el desempleo”. Pero la verdad de fondo es que no es el trabajo, sino una existencia material garantizada la que otorga dignidad a la vida humana.

(Una versión más reducida de este artículo se publicará en inglés en la edición impresa de la revista https://roarmag.org/2016/04/30/may-day-action-roar-subscription/)



[1] No deben confundirse bien público y bien social. La intervención discrecional en favor de cada uno de los miembros de determinado colectivo vulnerable persigue el bien social. El bien individual de estar (de forma contingente, de facto) personalmente libre de interferencia arbitraria es diferente del bien social que supondría remover la amenaza potencial que pende sobre todos los miembros de un grupo vulnerable.

[2] Ver también https://yougov.co.uk/news/2015/08/12/british-jobs-meaningless/ (recuperado el 26 de abril de 2016).

[3] N de la T: Se podría traducir como El futuro del empleo: cómo incidiría la informatización sobre los puestos de trabajo.

[4] Chris Weller, “AI Expert Says That Robots Will Force Us to Give Everyone Free Money”, 15 de diciembre de 2015, http://www.techinsider.io/ai-expert-jeremy-howard-on-universal-basic-income-2015-12 (recuperado el 23 de abril de 2016).

[5] La clasificación del trabajo en remunerado, doméstico y voluntario cumple bien con los criterios formales de una buena clasificación. Sea X el trabajo remunerado, Y el trabajo doméstico y Z el trabajo voluntario:

1) Ningún subconjunto de la partición puede quedar vacío: Xi ≠ conjunto vacío; Yi ≠ conjunto vacío; Zi ≠ conjunto vacío;

2) La partición tiene que ser exhaustiva: ningún elemento de X, de Y o de Z puede quedar fuera de la partición; y

3) La partición tiene que ser excluyente: los miembros de X, de Y y de Z no pueden pertenecer a más de un subconjunto.

Quizás hay algún subconjunto muy particular de trabajo voluntario que pudiera confundirse con el trabajo doméstico, por lo que, en consecuencia, no cumpliría exhaustivamente la tercera condición.

[6] Antoni Domènech, De la ética a la política, Ed. Crítica, 1989.

[7] Incluso votar no es una opción para muchos. En los Estados Unidos, el estudio “Voter Participation Gaps in the 2012 Presidential Election” desveló que un 80% de las personas que disfrutan de unos ingresos anuales de más de 100 000 dólares presentan una alta probabilidad de votar, mientras que solo un 30% de aquellos con unos ingresos de 15.000 dólares o menos tienden a votar.

[8] Citado por Scott Santens, “If We No Longer Force People to Work to Meet Their Basic Needs, Won’t They Stop Working?”, http://www.scottsantens.com/if-we-no-longer-force-people-to-work-to-meet-their-basic-needs-wont-they-stop-working (descargado el 23 de abril de 2016).

Daniel Raventós es profesor de la Facultad de Economía y Empresa de la Universidad de Barcelona, miembro del Comité de Redacción de SinPermiso y presidente de la Red Renta Básica. Es miembro del comité científico de ATTAC. Su último libro es ¿Qué es la Renta Básica? Preguntas (y respuestas) más frecuentes (El Viejo Topo, 2012).
Julie Wark es autora del Manifiesto de derechos humanos (Barataria, 2011) y miembro del Consejo Editorial de SinPermiso.

Traducción: Mihaela Federicci