Introducción del último libro de David Casassas, Libertad incondicional. La renta básica en la revolución democrática (Paidós, 2018). Este libro será presentado en Barcelona el próximo lunes 8 de octubre a las 19h en “La Cuina” del Espai Francesca Bonnemaison (c/ Sant Pere Més Baix, 7), con la presencia de Marina Garcés, Gerardo Pisarello, Daniel Raventós y el autor.

 

«Vivir de gorra», dicen, no procede. Supone, dicen, un atropello para quienes son burlados y toda una fuente de perjuicios no solo para la sociedad en su conjunto, cuya infraestructura moral quiebra, sino también para el propio gorrón, que tiende a caer en un luctuoso estado de narcolepsia. Narcolepsia de la acción y narcolepsia del vínculo relacional social, dicen. Todo un desmán, vamos. Una calamidad.

Y es bien así. Vivir de gorra no procede. Pero un momento. ¿Quién habló de vivir de gorra? Y sobre todo, ¿a qué llamamos vivir de gorra? Echemos un momento la vista atrás y escarbemos en los orígenes históricos de la expresión. Tal ejercicio nos lleva al mundo fabril del siglo xix y, quizá, de principios del xx. Pensemos en la industria de aquel entonces. Nos hallamos en la época del jornal, del estipendio que el capataz pagaba a obreros y obreras por un día de trabajo. Por un solo día. Y nos hallamos, claro, en el momento de máxima desprotección social de unas clases populares ya plenamente proletarizadas. Se trata de aquel espacio de la «gran transformación» capitalista, de la que tanto nos habló Karl Polanyi, que media entre el mundo del acceso a (y del goce de) ciertos bienes comunes todavía disponibles, normalmente dispuestos a escala local, y el de la gestación de los primeros sistemas públicos de auxilio y bienestar social, todavía lejanos en el tiempo. En esa cúspide de la «gran transformación», que cabalgó a lomos de una «gran desposesión» de los medios materiales e inmateriales de existencia –una «expropiación» abiertamente «sangrienta», al decir de Marx–, solo había una cosa: el jornal. Y un día sin jornal podía ser un día sin suministros básicos. Sin cena, sin ir más lejos.

Pero ¿realmente solo había jornal? Lo cierto es que había algo más: la gorra. En aquella época de blusas azules para los hombres y largos vestidos negros para las mujeres, la gorra supuso un instrumento para la (re)creación de lazos de solidaridad entre la multitud proletarizada. Cuando alguien caía enfermo, algún compañero, vecino o pariente lo anunciaba en la fábrica, y cuando llegaba el momento de recibir el jornal, se situaba la gorra del trabajador ausente en un rincón acordado para que los demás fueran dejando, al salir de la nave, un pellizco de lo que habían ganado aquel día. De este modo, algo parecido a un jornal íntegro llegaba también al hogar del trabajador enfermo. Y así se aseguraban los suministros básicos. La cena, sin ir más lejos. Como señaló E. P. Thompson, las clases populares no se vieron reducidas a la categoría de meros espectadores pasivos de su propia ruina, de aquel proceso de desposesión que las empujaba implacable a malvender su fuerza de trabajo; el proletariado fue también una clase que supo «hacerse a sí misma», que supo (re)pensar «costumbres en común», buscando y encontrando mecanismos no solo para aliviar la herida abierta, sino también –quién sabe– para empezar a reescribir el guion de su propia historia. ¿Qué mecanismos? La gorra, sin ir más lejos.

Pero en esta vida las preposiciones cuentan. También cuando se trata de construir «metáforas de la vida cotidiana», nos dirán George Lakoff y Mark Johnson, metáforas cargadas siempre de intención política. Las preposiciones cuentan. Pues allí nadie habló de «vivir de gorra». En ese xix fabril e inclemente, las clases trabajadoras se servían de la gorra para construir formas de socialidad y de ayuda mutua que permitiesen poner recursos en común –el jornal, los jornales–, a fin de que todos y todas pudieran, simplemente, vivir. En este sentido, «vivían con la gorra», con todas las gorras que fueran necesarias para combatir la pobreza y recuperar, si no grados elevados de libertad, por lo menos algo de desahogo. Y funcionar con gorras, operar a través de ellas distaba mucho de socializar los medios de producción y dinamitar así la dinámica desposeedora del capitalismo: como mucho, y no es poco, lo que se socializaban eran los jornales; pero recurrir a la gorra («vivir con gorras», si se quiere) y, así, socializar los jornales era una forma de crear una cultura popular que pretendía –vuelvo a los términos de E. P. Thompson– «resignificar inmaterialmente» esa «morada material» que era la empresa capitalista, para hacer de ella un espacio algo menos áspero y, a ser posible, con fisuras que permitieran ir ensayando lentamente formas de vida ajenas al capitalismo.

Viviendo con la gorra –nunca de gorra–, pues, el proletariado escapaba, siquiera parcialmente, de un destino presentado a menudo como inevitable, y se convertía en una clase que «se hacía a sí misma», que tomaba conciencia de su propia naturaleza y que articulaba, siquiera tímidamente, formas de lucha que permitieran desandar el camino y apuntar a un mundo común. De ahí que hubiera que demonizar la gorra. Del mismo modo que se acusó de brujería a las mujeres que, en el mundo (tardo)medieval y preindustrial, habían ocupado y habitado los terrenos comunales, y que los habían nutrido de prácticas y saberes propios –así lo cuenta Silvia Federici–, la lucha por la hegemonía del lenguaje, que se libra en el campo de lo simbólico, pero que es crucial para dirimir el conflicto entre clases materialmente enfrentadas, obligó a los apologetas del capitalismo, que también abrigaban sus propias «costumbres en común», a denostar la gorra. «Viven de gorra», dijeron. Ahí nació la expresión. Cuestión de preposiciones.

Hoy no podemos mostrarnos ajenos a esta historia. ¿Qué mecanismos público-comunes pueden servirnos, en la actualidad, no solo para aliviar la herida abierta, que supura y supura, sino también para imaginar y practicar vidas escogidas? Con la mirada puesta, sobre todo, en el ámbito del trabajo –de los trabajos–, conviene que nos preguntemos cómo interpretar y resignificar, también hoy, la «morada material» en la que nos encontramos inmersos, tan nueva y sin embargo tan vieja. ¿De qué gorras disponemos o podemos disponer hoy? ¿De qué dispositivos podemos valernos para hacer del mundo del trabajo –de los trabajos–, que, al fin y al cabo, es un mundo que alcanza todos los espacios y tiempos de nuestras vidas, un lugar compatible con la libertad y la dignidad humanas?

Quienes hemos de trabajar para poder vivir somos, también hoy, una clase hecha de gentes que necesitan revolverse contra cualquier supuesto metafísico de inevitabilidad de las trayectorias y los órdenes humanos: la historia no está escrita. Quienes hemos de trabajar para poder vivir somos, en otros términos, una clase que, también hoy, debe «hacerse a sí misma» y pensarse en términos de agencia. Y pensarnos en términos de agencia equivale a interpretarnos no solo como víctimas de una historia hegemonizada por los «descreadores de la Tierra» de los que hablaba Manuel Sacristán –que lo somos–, sino también como portadores de intuiciones morales democratizadoras y de una tentativa permanente de articular luchas, todo lo contingentes que se quiera, orientadas a ir dignificando nuestros trabajos y nuestros días.

De ahí la propuesta de la renta básica: una asignación monetaria de cuantía suficiente para satisfacer las necesidades elementales de la vida que los poderes públicos confieren de forma individual –los perceptores son las personas, no los hogares–, universal –alcanza a la totalidad de la población– e incondicional –se obtiene al margen de otras posibles fuentes de ingresos o de cualquier otra circunstancia que pueda acompañarnos–. Pero la renta básica no constituye una suerte de panacea de validez ubicua, universal y transhistórica: bien al contrario, la renta básica ha de ser examinada como una parte, todo lo axial que se quiera, del conjunto de mecanismos con los que podemos operar en la actualidad para dotarnos de poder de negociación y de creación de vida propia. Como las gorras decimonónicas, la renta básica ha de permitir un «rescate» de personas en situación de privación y vulnerabilidad social, a menudo aguda; pero, como las gorras decimonónicas, ese «rescate» es también el embrión de múltiples y multiformes procesos sociopolíticos a través de los cuales las clases trabajadoras (re)proletarizadas pueden tratar, nuevamente, de «hacerse a sí mismas» y, a partir de ahí –o gracias a ello–, construir órdenes sociales capaces de sentar las bases de su propia disolución en tanto que clases proletarias, es decir, subalternas. ¿Puede la renta básica ayudarnos a salir del proletariado para devenir en trabajadores y trabajadoras libres? En otras palabras, ¿pueden las gorras de hoy llegar incluso a liberarnos del jornal (que no del trabajo)?

Pero este no es exactamente un libro sobre la renta básica. Este libro pivota sobre la renta básica para explorar caminos, prácticas y mecanismos institucionales de los que las poblaciones trabajadoras pueden servirse y se están sirviendo hoy para reapropiarse de sus vidas. En este sentido, la renta básica no puede ser un fetiche reverenciado. Pero la renta básica puede actuar a modo de faro. En efecto, la incondicionalidad con la que la renta básica se concibe sugiere que nuestras vidas no están en venta, que hay importantes líneas rojas que podemos evitar que sean cruzadas. De este modo, la propuesta de la renta básica puede convertirse en una prometedora casilla de salida desde la que imaginar toda la cartografía de paisajes sociopolíticos, encarnados en entornos materiales y en dispositivos simbólicos de muy diversa índole, que necesitamos para pensarnos y actuar como sujetos y colectividades libres. Tenemos ante nosotros, pues, una tarea que incluye muy primordialmente la renta básica, pero que también la sobrepasa.

Pero vayamos paso a paso. El recorrido que aquí empieza cruza cinco campos de reflexión, con múltiples solapamientos, que conviene deslindar. Avancémoslos someramente.

 

(Des)orden

¿Construir órdenes sociales en los que «clases hechas a sí mismas» puedan autodisolverse? ¿Acaso resulta la idea de orden atractiva para proyectos políticos emancipatorios? Uno de los errores más habituales –y fatales– de las tradiciones emancipatorias del pasado siglo –y también del presente– ha sido el rechazo de aquellos términos y valores que habían pertenecido al acervo axiológico de los movimientos populares de la era moderna y de la primera contemporaneidad, pero que fueron disputados, y en ocasiones apresados, por parte no solo del liberalismo, sino incluso del mundo abiertamente conservador. Pensemos en valores y proyectos como el de la libertad, el de la democracia, el del individuo, el del interés propio, el del emprendimiento, el de la propiedad, el del libre mercado y, finalmente, el del orden: todos ellos han sido y son, demasiado a menudo, anatemizados y finalmente repudiados. ¿Y por qué? La respuesta es trágicamente sencilla: por haber sido deformados y jibarizados hasta su reducción al absurdo, vacíos ya de sentido, por parte de tradiciones intelectuales y políticas –el utilitarismo, el liberalismo, el neoestamentalismo– poco dispuestas a aceptar cualquier idea de transformación social en clave democratizadora.

Ante tal realidad, uno de los errores más habituales –y políticamente fatales, repito– de las tradiciones emancipatorias recientes ha sido su encapsulamiento numantino, estrictamente defensivo, dentro de un supuesto bastión de los valores propios y la complementaria entrega de los valores degradados, precisamente, a quienes los degradaron –utilitaristas, liberales y neoestamentalistas, pero también estalinistas de toda laya–. Y lo cierto es que los valores propios –la igualdad, lo común, el Estado, la autogestión– les son efectivamente propios –¡qué duda cabe!–, pero no es menos cierto que los conceptos y proyectos desechados también lo eran y siguen siéndolo, razón por la cual solo pueden entenderse y practicarse con un mínimo de sentido cuando son los movimientos populares de vocación democratizadora quienes los hacen suyos y los llenan de contenido. De este modo, frente a la estrategia meramente numantina, corresponde desarrollar un camino troyano de infiltración que, sin desatender la defensa de los valores propios, permita adentrarse en el corazón de las tinieblas de los valores perdidos –de los valores regalados– para recobrarlos, restaurarlos y ponerlos en circulación en el seno de proyectos sociopolíticos renovadamente emancipatorios. Pues bien, a ello no es ajena la idea de orden. Como señaló el geógrafo Élisée Reclus, vinculado al grupo que Anselme Bellegarrigue animaba a mediados del siglo xix alrededor del considerado primer periódico anarquista, L’Anarchie, Journal de l’Ordre, el desorden anida en todos y cada uno de los recovecos del capitalismo, mientras que la anarquía es «la más alta expresión del orden».

Orden, sí. Pero ¿qué orden? Pues sobra decir que ideas de orden hay muchas, y que algunas de ellas excluyen por completo cualquier proyecto para dotarnos de gorras con las que adueñarnos de nuestras vidas. Así pues, ¿qué orden? Con mayor precisión: ¿qué orden requiere la presencia de qué gorras? ¿Y qué papel puede jugar una medida como la renta básica, entre otras posibles gorras, en el seno de tales concepciones del orden social? Veamos tres marcos interpretativos del (des)orden y vayamos sacando conclusiones.

En primer lugar, sobran todo tipo de gorras cuando se apela a la lógica elitista de la ejemplaridad y la docilidad. El patrón –pater– modélico y el experto tecnócrata que todo lo conoce son figuras paternas capaces de ofrecer una guía, un orden –vertical, claro está– que oriente nuestras acciones y nos sitúe en el nicho que nos corresponde en el cuerpo social. Al decir de Ortega, las sociedades se hallan «invertebradas» cuando la élite hace dejación de funciones y, sencillamente, no ejerce. En cambio, un proceso adecuado de selección de «los mejores» –de los aristoi, en griego– ha de permitir la consolidación aristocrática de verdaderas espinas dorsales alrededor de las cuales todos podamos acomodarnos respetando mansa y sosegadamente los repartos de bienes, tareas y posiciones sociales que hayan sido dispuestos. Sobran, pues, todo tipo de gorras, porque ya habrá quien se encargue de velar por la suerte de quienes están abajo. Eso sí: quien lo haga, lo hará a condición de que quienes están abajo renuncien de forma explícita y manifiesta a toda pretensión de dejar de estarlo, a toda pretensión de horizontalizar la vida social. No hacen falta gorras, pues, porque nos sobrevuela el gran manto protector de quien ejerce el poder en el seno de una sociedad rigurosamente verticalizada, tenazmente estamentalizada.

Otras veces el proceso se torna más rudo, pues quienes están abajo se resisten a la tutela. Y estalla la lucha; o, mejor dicho, esta se hace visible: emerge de las tinieblas de una aparente calma social previa que, no por ocultarla, la había disuelto. En tales casos, el puño de quienes están o aspiran a estar arriba –«monarcas económicos», al decir de Roosevelt, y mandarines de todo tipo– se encarga, como bien detalló Adam Smith, quien habló más de «puños visibles» que de supuestas «manos invisibles», de enderezar y fortalecer la estructura vertical, si hace falta sirviéndose de medios violentos. «Hay lucha de clases y la estamos ganando», afirmaba un célebre y poderoso inversor norteamericano mientras se gestaba la crisis que se desató en 2008 (1). En tales casos, la élite se sincera: «Gobernar, a veces, es repartir dolor», advertía el ministro de Justicia español en aquella misma época (2). El mensaje, pues, es bien claro, cosa que siempre se agradece: sobran las gorras –renta básica incluida–, porque el sistema de sanciones y recompensas que vertebra el capitalismo se muestra perfectamente capaz de ordenar estamentalmente a sujetos, recursos y actividades, y, lo que es más notable, de reproducir dicha ordenación a lo largo del tiempo. De arriba abajo, y sin que quepa espacio para el disenso. El grueso del pensamiento político elitista, de faz indulgente o severa, pero siempre paternal verticalista, ha transitado periodos y coyunturas históricas bien diversas, fascismos incluidos, hasta llegar a nuestros días de la mano de la figura de «expertos» sabedores de lo que a todos conviene en el seno de cuerpos sociales que no precisan gorras porque, si todo queda en calma, no presentan grietas.

En segundo lugar, sobran también todo tipo de gorras –renta básica incluida– cuando, sencillamente, se niega la presencia del conflicto; dicho de otro modo, cuando se pone en cuestión la presencia, aquí y ahora, de toda una resolución vertical y verticalizadora del conflicto inherente al mundo en el que vivimos; o, dicho todavía de otra forma más, cuando se impugna la idea misma de que el mundo posee algún tipo de orden de carácter intencional. A principios del siglo xviii, el escritor satírico angloholandés Bernard Mandeville presentó, con una socarronería que pocos han advertido, la inverosímil historia de una próspera colmena que lo era, porque sus abejas vivían (des)ordenadamente, esto es, entregadas a sus «vicios privados» desde una total indiferencia con respecto a lo que las otras abejas hicieran y al impacto que sus propios cursos de acción pudieran tener en su entorno. Pues bien, décadas más tarde, la tradición liberal se toma la broma en serio. En cierto modo, podemos afirmar que el grueso del liberalismo clásico doctrinario, que se codifica a principios del siglo xix, «resuelve» la cuestión del conflicto inmanente a un mundo de recursos escasos e intereses contrapuestos, sencillamente, negando que exista tal conflicto, esto es, negando la presencia de vínculos de dependencia y relaciones de poder en la conformación de cualquier tipo de relación social, en la firma de cualquier tipo de contrato. Esas relaciones, estos contratos, son el resultado, dicen, de decisiones estrictamente libres y voluntarias.

Para decirlo tal y como Abba Lerner caracterizó la economía neoclásica, el mundo liberal se convierte en el mundo de «los problemas políticos resueltos» desmintiendo la presencia de tales «problemas políticos»: si no hay poder, si no hay conflicto, tampoco hay necesidad de pensar políticamente el orden social o, al decir del neoliberalismo thatcherista –there is no such thing as society, «no existe tal cosa como la sociedad»–, tampoco hay sociedad cuya estructuración haya que problematizar y tratar políticamente. El mundo liberal, pues, se toma la broma de Mandeville en serio: la vida social no alberga relaciones de poder que «alguien» ordene de algún modo, vertical, horizontal o como sea, sino que es el resultado de la interacción errática de individuos-abeja que, cargados, cada uno de ellos, con sus conjuntos de preferencias, que contienen sus deseos e inclinaciones, navegan caprichosamente sobre un magma social sin estructura definida ni dirección que se conozca. Y eso, al fin y al cabo, no deja de ser una forma de negacionismo –si se quiere, de «negacionismo sociológico»–, pues sabemos fehacientemente que la estructuración social capitalista, como la de cualquier sociedad humana, descansa sobre un vasto y diverso conjunto de relacionalidades de todo punto políticas dirigidas a resolver el problema del acceso a recursos y oportunidades finitos, en contextos sociales caracterizados por la presencia de intereses contrapuestos.

Aunque la tradición liberal se toma la broma de Mandeville en serio, no por ello concluye que el mundo sea puro caos. La historia liberal termina en una asombrosa pirueta conceptual que consiste en afirmar, diríase que metafísicamente, que es precisamente la ausencia de estructura social definida lo que acaba generando cierto orden: al fin y al cabo, si no median entorpecimientos, las necesidades, sean las que sean, se satisfacen con la máxima eficiencia. Hay, pues, órdenes sociales autógenos que lo son, porque los individuos operan como lo hacen las abejas en la colmena mandevilliana: cada cual realiza a ciegas aquello que conduce al orden, que es una propiedad emergente de naturaleza estrictamente no intencional. Y si no hay intenciones, tampoco hay necesidad de concretar las intenciones en instituciones. En particular, no hacen faltan gorras –renta básica incluida–, pues en un entorno de esta naturaleza, cualquier gorra sería fuente de trabas y obstáculos para el proceso de autogénesis del mundo.

Hasta aquí, el mito. La historia realmente existente del mundo (neo)liberal ha ido por otros derroteros. En lugar de piruetas conceptuales, han operado derechos de propiedad con la función de estabilizar un orden que se ha tambaleado demasiado y demasiadas veces. Y ante tanto movimiento, el (neo)liberalismo realmente existente, menos confiado en los resortes espontáneos que lo que anuncia la mitología y, por ello, abiertamente asustadizo, no ha dudado en recurrir al pensamiento y a la praxis paternal-verticalista para contener, bien intencionalmente, el avance social de tantos proyectos democratizadores –horizontalizadores– como puedan articularse. El injerto liberal organicista echa así sus raíces.

En tercer lugar, conviene poner sobre la mesa la ontología social republicana y la idea de orden que ha acompañado al republicanismo democrático a lo largo de la historia. Hacen falta gorras porque la vida social viene definida por un acceso disímil a los recursos externos, lo que genera posiciones sociales de privilegio y de subordinación –y, a través de ellas, conflicto abierto–. Hacen falta gorras, pues, porque el mundo está escindido en grupos sociales con intereses contrapuestos. Como dejó dicho John Millar, discípulo aventajado de Adam Smith y miembro destacado de la escuela histórica escocesa, los humanos nos situamos en rangos sociales cuyas distinciones tienen un origen histórico, nada metafísico, perfectamente detectable y políticamente abierto a todo tipo de posibles correcciones.

Pensemos en el contrato. En el contrato de trabajo, sin ir más lejos. ¿Es el (con)trato un trato resultante de la cooperación entre pares que ansían instituir conjuntamente algo nuevo o, por el contrario, supone una imposición manifiesta por parte de ciertos actores favorecidos? La ontología social republicana, sociológicamente informada e informativa, bien alejada tanto de la candidez, en el mejor de los casos, como del abierto negacionismo, no pocas veces, del mundo (neo)liberal, ha puesto de manifiesto, desde los tiempos de Aristóteles, que quienes acuden a firmar contratos de trabajo (asalariado) tienden a hacerlo desposeídos, razón por la cual no pueden sino acatar las condiciones que se les imponen. Y así, delegando su voluntad en quienes los contratan, se convierten en verdaderos «esclavos a tiempo parcial», al decir del Estagirita, en personas sujetas a las múltiples formas de la esclavitud salarial, para utilizar el concepto que Marx empleará veintitrés siglos más tarde. Semiesclavos, pues, quienes se adentran en la esfera del empleo por carecer de alternativas se ven engullidos por una bestia laberíntica que difícilmente ofrece puertas de salida.

Lo que interesa señalar en este punto es que si el mundo –el del trabajo asalariado, sin ir más lejos– se concibe así, y si se participa además de un impulso democratizador de la vida social toda –pues se presupone que nadie ha de quedar por el camino–, deberá concluirse entonces que es preciso pensar –intencionalmente, claro está– instituciones orientadas a horizontalizar los vínculos sociales, a conformar y practicar un orden social menos paternofilial, más fraternal. En su rastreo de los vestigios de la idea de fraternidad, Antoni Domènech señala cómo esta ha sido históricamente puesta en movimiento para exigir disposiciones horizontales de recursos y oportunidades que permitan que todos y todas seamos aupados a una vida civil y políticamente adulta. La idea es bien sencilla: las formas de propiedad y de control de los recursos de carácter no excluyente –y la cultura popular que les es anexa: la «economía moral de la multitud» a la que se refirió E. P. Thompson– han de permitir que todos y todas levantemos la cabeza, nos irgamos sin los miedos de quienes se hallan haciendo equilibrios en la cuerda floja y codecidamos libremente qué vida queremos vivir –para empezar, en la esfera de los trabajos–. Hacen falta, pues, instituciones para la horizontalización de las relaciones sociales. No pensarlas o descuidarlas y, a la postre, abandonarlas –tal es el proyecto (neo)liberal– nos aboca a la pura brutalidad; y renegar conscientemente de ellas para delegar en otros, vertical y verticalizadoramente, la potestad de decidir –tal es el proyecto estamental elitista, que para nada es incompatible con el (neo)liberal– nos infantiliza civil y políticamente.

El debate sobre la renta básica ha llegado para quedarse. Pues la renta básica no nos insta a vivir de gorra, como los viejos apologetas del capitalismo proclamaban que permitirían las gorras roídas del siglo xix; la renta básica es también una gorra, una de las tantas gorras que, unidas, nos han de capacitar, material y simbólicamente, para adentrarnos en los mundos de los trabajos, que son los mundos de nuestras vidas, para vivir en ellos las posibilidades abiertas que dejan los órdenes horizontales. Inciertos y de difícil gobierno, pero sin duda dispuestos para la espontaneidad y los cursos verdaderamente escogidos, los órdenes horizontales, tomen la forma que tomen, tienden a proporcionarnos mayores cotas de libertad.

 

Libertad

No hace mucho, me encontré con un amigo de los que uno ve poco, pero con los que apetece buscar, de vez en cuando, momentos de calma para ponerse al día y hacer un repaso de todo y de nada. «Lo que sí puedo decir de todos estos años de crisis es que he tenido la suerte de no haber estado nunca en el paro», soltó en algún momento de la conversación. «Una suerte.» Y sí, es una suerte. A estas alturas, sería de una enorme ligereza hacer grandes exhortaciones a la «salida del empleo» sin ubicar tales «salidas» en el contexto de proyectos meditados y compartidos. Resulta lógico, pues, que nos alegremos de que no se nos haya cerrado el acceso al principal canal por el que fluyen hoy los ingresos: el empleo. Me fui contento de que a mi amigo no lo hubieran echado del trabajo.

Pero el mundo del empleo constituye una enorme y a menudo opaca caja negra que no podemos valorar si no la abrimos y observamos qué mecanismos operan en ella. Mi amigo dejó de contar muchas cosas: ¿puede elegir qué hacer y para qué? ¿Puede decidir cómo y a qué ritmo? ¿Puede determinar con quiénes y en qué lugar? ¿Y qué otros tipos de trabajo, remunerados o no, le permite realizar la práctica de su trabajo? Y todavía más: ¿qué clase de interferencias en su vida, y con qué grados de arbitrariedad, si es que los ha habido, ha tenido que soportar durante estos años de permanencia en el puesto de trabajo? ¿Y en qué formas de autocensura ha incurrido para adaptarse a lo que se espera o cree que se espera de él y a lo que no? Son demasiadas preguntas sin respuesta, entre otras razones porque tampoco tendemos a hacérnoslas. Y el caso es que la teoría social y política establece una clara distinción entre dos conceptos vinculados, pero entre los que media un abismo: el de bienestar y el de libertad. Uno goza de bienestar cuando obtiene recursos que le permiten satisfacer necesidades de diversa índole; pero uno es libre cuando define y controla los caminos a través de los cuales se hace con tales recursos. ¿Podemos responder las preguntas anteriores de un modo que revele que llevamos el timón de nuestras vidas laborales? Ignoro, porque no me lo contó, si mi amigo ha tenido la suerte de gozar años de trabajo libre o si ha tenido que conformarse, y no es poco, con ciertas dosis de bienestar mediado por el empleo.

Este libro se compromete con una idea de libertad para la cual la independencia socioeconómica de individuos y grupos juega un papel fundamental. Sólidamente enraizada en la tradición republicana, dicha noción de libertad nos dice que mi amigo debería poder aguantar la mirada de quien lo contrata, sin tener que agachar la cerviz porque resulta que depende socioeconómicamente de ese empleador –o de algún empleador– para sobrevivir. En otras palabras, de inspiración marxiana: ¿puede mi amigo vivir y sentir que vive «sin el permiso» de quien lo contrata? Obviamente, no se trata de que mi amigo goce de una independencia personal que lo conduzca al aislamiento de un vivir atomizado; de lo que se trata es de que, en cualquier momento o rincón de su vida, se halle capacitado para ir tejiendo una interdependencia realmente deseada, que no aniquile su instinto de autonomía, de autodeterminación.

Aguantar la mirada, mantener un pulso vivo, significa poder negociar. Negociar si instituimos una relación social –si firmamos un contrato– o si no lo hacemos; y negociar, en caso de que lo hagamos, los términos de esa relación, los términos de ese contrato. Bien mirado, la situación aquí descrita guarda claras similitudes con la figura del divorcio. El derecho al divorcio no obliga a divorciarse, pero lo permite en caso de que la relación se deteriore y, lo que quizá es más importante, ofrece a ambas partes la posibilidad de hacer oír la propia voz y advertir de forma creíble que hay una salida practicable a la que se podría recurrir, lo cual no hace sino incrementar las posibilidades de que esa voz sea escuchada. ¿Pudo mi amigo hacer, deshacer y rehacer, esto es, entrar, salir y recrear relaciones –de trabajo, en este caso– de acuerdo con sus deseos y necesidades y de la mano de otros pares por él escogidos? ¿O se convirtió definitivamente en una suerte de mercenario en tierra extraña del que ya nadie se acuerda y que maquinal sigue matando sin ningún porqué?

Pero la tarea de hacer, deshacer y rehacer, individual y colectivamente, es algo para lo que se precisan recursos. Recursos sin condiciones, o con las menores condiciones posibles. Por ello, el grueso de la tradición republicana adquiere un marcado carácter propietarista. En efecto, el republicanismo establece un fuerte vínculo entre libertad y presencia garantizada de recursos (in)materiales, unos recursos que en la Antigüedad –y hasta el siglo xviii– asociaba casi exclusivamente a la propiedad de bienes inmuebles y que hoy deben tomar formas renovadas. En cualquier caso, sin recursos –sin una renta básica, por ejemplo–, puede que haya decisiones libres –también los esclavos tomaban decisiones libres cuando sus propietarios tenían a bien dejárselo hacer–, pero lo que es seguro es que no habrá posiciones de invulnerabilidad social que garanticen que todos y todas podamos actuar, a lo largo de nuestro ciclo vital, como verdaderos sujetos decisores libres, que son aquellos, precisamente, que pueden y tienden a tomar decisiones libres. La libertad republicana, pues, exige el control de recursos por parte de quienes se entiende que están llamados a llevar una existencia libre. Y en un mundo, el contemporáneo, en el que se ha universalizado la condición de ciudadanía, por lo menos sobre el papel –los ordenamientos jurídicos de los Estados tienden a establecer que todos y todas estamos llamados a llevar una existencia libre–, se precisan mecanismos para «universalizar la propiedad», para universalizar el goce incondicional de recursos. ¿Puede la renta básica jugar dicho papel y ayudar a pensar e instituir hoy posiciones de invulnerabilidad social para todo el mundo?

A menudo se plantean dudosas contraposiciones entre lo que Isaiah Berlin llamó «libertad positiva» –libertad para– y «libertad negativa» –libertad de o frente a–, contraposiciones que, en cierto modo, retoman la oposición que Benjamin Constant estableció entre una romantizada, hiperexigente y a la postre impracticable «libertad de los antiguos», y una cómoda y conveniente «libertad de los modernos», que relegaba a los individuos a la esfera privada y que los animaba a delegar soberanía y agencia en sus representantes en el espacio público. Una comprensión cabal de la ontología social republicana –el mundo está henchido de relaciones de poder– y de la preceptiva política que el republicanismo maneja –es preciso arbitrar poderes públicos que deshagan tales relaciones de poder o instituyan formas de poder autónomo y democrático– nos ayuda a percatarnos del sinsentido de las contraposiciones berlinianas y constantianas, que en el fondo nacieron con voluntad abiertamente antidemocrática. La libertad no es o negativa –libertad de, libertad frente ao positiva –libertad para–: la libertad está orientada siempre a la acción, a la posibilidad de hacer, de crear mundo, material e inmaterialmente. En este sentido, la libertad es siempre libertad para. Lo que ocurre es que la consciencia sociológica de la tradición republicana nos advierte de que esa libertad para se ve a menudo constreñida por parte de actores sociales capaces de interferir arbitrariamente en nuestras vidas, hasta el punto de imponernos coercitivamente cursos de acción que nada tienen que ver con nosotros –¿acaso alguien preguntó a mi amigo en qué quería trabajar y cómo?–. Cuando ello es así, la libertad para exige la presencia de la libertad frente a la mera posibilidad de interferencias arbitrarias. De este modo, constituyen ambas «libertades» las dos caras de una misma moneda: no se puede echar a andar hacia lugar alguno cuando el camino disponible es un auténtico lodazal convertido por terceros en un coto privado de caza.

De ahí la necesidad de recursos garantizados universal e incondicionalmente: la renta básica, sin ir más lejos, pero también prestaciones en especie concebidas del mismo modo –en cierto sentido, pues, lo que se reivindica aquí es el principio de universalidad e incondicionalidad en la disposición pública, estatal o autogestionaria, de cualquier tipo de recurso que se estime relevante para una vida libre–. El derecho al divorcio no puede entrar en juego cuando tenemos la vida ya hecha añicos. El derecho a un reinicio no puede hacerse efectivo cuando andamos ya enmarañados dentro de toda una madeja de formas de dependencia, incluidas las trampas de la pobreza y la precariedad. El republicanismo preconiza la disposición ex ante de los recursos, precisamente, porque aspira a proteger –negativamente, si se quiere– las posibilidades de que el conjunto de la población eche a andar –positivamente, por lo tanto– en caminos verdaderamente practicables. Y no hay disposición ex ante de recursos posible si no abrazamos el principio de incondicionalidad que da forma, por ejemplo, a la propuesta de la renta básica.

La libertad no se puede pensar desde la justicia (re)distributiva. La libertad es un fin en sí mismo que no puede depender de azares sociales que puedan invitar a formas de asistencia ex post. Distribuir recursos ex ante, esto es, predistributivamente, constituye la estrategia central del constitucionalismo republicano democrático. La libertad no es algo que haya que perder para, posteriormente, poder mendigar recursos para sobrevivir al naufragio y, en el mejor de los casos, recuperar parcialmente. La libertad no debe estar en juego. La libertad, sencillamente, no puede naufragar.

Así, encontramos en la renta básica una pieza más de un amplio proyecto político de (re)construcción de la sociedad –de la sociedad civil(izada)–. Porque, por mucho que el negacionismo neoliberal thatcherista diga lo contrario, sí hay algo que podamos llamar sociedad. Y ese algo puede bien ser un infierno sofocantemente liberticida del que solo quepa tratar de divorciarse, pero también puede ser un lugar algo más amable en el que podamos subsistir, incluso dignamente. En cualquier caso, será siempre un espacio intencionalmente ordenado –los órdenes autógenos no existen–, cuya estructura deberemos disputar y recrear. La libertad de todos y todas –o, por lo menos, grados relevantes de ella– depende de que lo hagamos. De ahí la necesidad de instrumentos como la renta básica que, por su naturaleza incondicional, ex ante, nos permitan hacer oír nuestra voz y nos capaciten para tejer –horizontalmente, claro– un mundo en común.

 

Agencia

A mediados de los años noventa, se hizo famoso un anuncio televisivo en el que un grupo de personas tenían que persuadir al caprichoso dueño de un juego de mesa, un hombre con pinta de haber sido un niño consentido, para que no se fuera con el juego bajo el brazo cuando se le torcían las cosas. Había que encontrar palabras que empezaran con una letra determinada y que se ajustaran a una definición mínima que aparecía en unas cartulinas. Tal fue el éxito del anuncio, que dos frases que en él aparecían han pasado a formar parte del acervo lingüístico del castellano actual: aceptamos barco y aceptamos pulpo. Como decíamos, el dueño del juego obligaba a sus amigos, que no querían o no podían dejar de jugar, a «aceptar barco como animal acuático» y a «aceptar pulpo como animal de compañía», porque, si no lo hacían, se iba con el juego a otra parte: «Es mi juego y me lo llevo», amenazaba. El juego lo tenía él y él ponía las reglas o las modificaba a su antojo. Así, cuando alguien dice hoy «acepto barco» o «acepto pulpo», nos traslada que no está de acuerdo con los métodos o criterios que se están usando para dirimir alguna cuestión, pero que acepta métodos, criterios y resultados porque tampoco tiene alternativa.

Retomemos la cuestión de la democratización de los trabajos, de todos los trabajos. Entendemos por democracia en los trabajos la capacidad de agencia, individual y colectiva, en lo que atañe a la determinación de qué trabajos realizar, para qué realizarlos y cómo realizarlos. Y lo cierto es que el ejercicio de dicha capacidad guarda interesantes similitudes con la decisión respecto a los juegos a los que podamos querer jugar y a las reglas que los puedan ordenar. ¿Hay alguien que pueda decidir a su antojo qué juego hay que disponer sobre la mesa y que ostente la capacidad, como en el anuncio, tanto de alterar caprichosamente sus reglas como de excluir del juego a quienes muestren su disconformidad con su regulación arbitraria? Así pues, en lo que respecta a la reflexión sobre (y a la práctica de) la democracia en las esferas de los trabajos, dos son las grandes decisiones que debemos tomar. Primero: ¿a qué jugamos? Y segundo: ¿qué reglas instituimos para la práctica del juego escogido? Y, por supuesto, subyace a ambas cuestiones una tercera pregunta, en la que radica la naturaleza democrática (o no) del entorno en el que vivimos: ¿quién o quiénes toman esas decisiones? ¿Unos pocos, los oligoi, lo que nos llevaría a un juego abiertamente oligárquico? ¿O todos y todas, dentro, claro, de los límites establecidos por los costes de información y coordinación, siempre presentes?

La renta básica constituye una medida capaz de hacer de ambas preguntas –o, mejor dicho, del ejercicio de responderlas– territorio al alcance de todos y todas. Y aspira a hacerlo –lo hemos visto ya– sin anatematizar instituciones y prácticas tradicionalmente asociadas, quizá de un modo precipitado, al universo capitalista: los mercados, la propiedad privada, la iniciativa privada y el emprendimiento, etc. Por dos razones: una estratégica y otra sustantiva. La estratégica: «regalar» tales conceptos, prácticas e instituciones a tradiciones de pensamiento políticamente ajenas, sin antes haberlos pensado detenidamente y en clave emancipatoria, no hace sino robustecer el campo de acción del bloque antagónico y erosionar el margen de maniobra que nos es propio –en cambio, hemos visto ya que una estrategia troyana de (re)conquista de proyectos y procederes previa e irreflexivamente desechados puede resultar de lo más fértil en términos político-normativos–. Y la razón sustantiva, seguramente más importante: conceptos, prácticas e instituciones como los mercados, la propiedad y la iniciativa privadas, y el emprendimiento, entre otros, debidamente pensados y definidos, se situaron y podrían situarse de nuevo –quizá deberían hacerlo– en el corazón de proyectos políticos para la democratización hoy de la vida social toda –también de los trabajos–. ¿Acaso no es cierto que la famosa «economía moral de la multitud» que, según E. P. Thompson, las clases populares de la Europa moderna opusieron al avance del capitalismo estaba orientada a regular un mundo en el que artesanos propietarios libres pudieran emprender proyectos propios en entornos comerciales no excluyentes?

Así pues, la propuesta de aproximación a la renta básica y a los posibles procesos de democratización de los trabajos que encontramos aquí no se compromete por ninguna cuestión de principio con ninguna institución o práctica social concreta: hacerlo resultaría un ejercicio de idealismo ciego, a la vez que irresponsable por desatento con las siempre impredecibles consecuencias de la acción humana y con el carácter mudadizo de los escenarios sociales en los que nos movemos. La validez de prácticas e instituciones sociales es un asunto de naturaleza enteramente contingente. Lo que sí se encontrará en estas páginas es una reivindicación sin condiciones, para nada contingente, de la práctica del doble ejercicio democratizador al que antes se aludía: conviene poder decidir a qué jugamos y conviene también poder disponer cómo jugamos a ese juego escogido. La democratización de los trabajos –en otras palabras, de resonancias kantianas: los procesos de autodeterminación de nuestras vidas– no pueden andar demasiado lejos de la participación efectiva en esa doble empresa. Veámoslo con algo de detalle.

Hace un instante se presentaba el poder de negociación como condición de posibilidad de la libertad efectiva. Ahora bien, cabe preguntarse: poder para negociar, ¿exactamente qué? En la esfera del trabajo asalariado, conviene preguntarse si la relación laboral nos satisface o si deberíamos hacer efectivo nuestro derecho al divorcio –o limitarnos a amenazar con que podríamos hacerlo–. La renta básica no obliga a nadie a abandonar el trabajo asalariado, pero, al garantizar nuestra existencia de forma incondicional, permite que nos planteemos si queremos seguir jugando a ese juego y con esas reglas o si, por el contrario, optamos por forzar un cambio de reglas –mejores salarios, mejores condiciones laborales– y, quizá, también de juego. Quizá estemos hartos de «aceptar pulpo como animal de compañía».

Sigamos. Poder para negociar, ¿exactamente qué? Un juego alternativo al trabajo asalariado lo constituye el mundo de la autogestión y del cooperativismo. Como vienen subrayando desde hace tiempo autores como el sociólogo Erik Olin Wright, una de las posibles vías abiertas que dejaría la desmercantilización de la fuerza de trabajo, en caso de que optáramos por ella, sería la constitución de centros de trabajo de naturaleza cooperativa en los que, quizá, se facilitaran los procesos de codeterminación de las relaciones y de las condiciones laborales –de las reglas del juego–. Pero a nadie se le escapa que el juego de emprender caminos productivos nuevos puede ser tarea ardua cuando lo que tenemos ante nosotros es un desfiladero angosto y repleto de riesgos, muy a menudo ligados a la presencia de actores sociales poco dispuestos a dejarnos escapar de los juegos de siempre y a dejarnos participar en otros; en sus juegos de siempre: «Es mi juego y me lo quedo», decía el hombrecillo del anuncio. ¿Acaso no presentan los mercados de bienes y servicios imponentes y a menudo ubicuas barreras de entrada que no persiguen otra cosa que hacer de ellos espacios privados y privativos? La posibilidad de emprender, pues, sea en clave cooperativa o no, dista hoy de constituir un derecho: emprender es hoy un privilegio reservado a pocos actores sociales con verdaderos recursos para jugar a ese juego. ¿Puede la renta básica, al garantizar nuestra existencia de forma incondicional, hacer saltar barreras de entrada por los aires? ¿Puede la renta básica, así, facilitar el acceso al juego de iniciar un proyecto propio y de ir desarrollándolo sin el «frenesí de los desesperados» del que hablaba Adam Smith? Al decir del escocés, dicho frenesí se concreta en una ansiedad que interrumpe y al fin bloquea innumerables intentos de aprovechar nuestras capacidades y de concretarlas en bienes materiales e inmateriales que verdaderamente sintamos como propios y que podamos ofrecer a nuestras comunidades. ¿Puede la renta básica, pues, romper vínculos de dependencia, garantizar el sosiego que necesitamos para poner en marcha un proyecto escogido y evitar así estas pérdidas ingentes de talento y creatividad que la desposesión capitalista arrastra consigo?

Todavía más. Poder para negociar, ¿exactamente qué? En un mundo marcado por las múltiples formas de la división sexual y racial del trabajo; en un mundo, también, en el que el trabajo remunerado cada vez es menos garantía de unos ingresos suficientes para cubrir las necesidades básicas de la vida; en un mundo en el que, sencillamente, escasea el empleo como consecuencia de la automatización de los procesos de trabajo; en un mundo en el que la esfera política, donde, por cierto, también se trabaja, se nos presenta como un espacio ajeno y difícil de asir; en un mundo de este tipo, la renta básica, al garantizar nuestra existencia de forma incondicional, puede asistirnos a la hora de proponer, y si es preciso forzar, otros repartos de los trabajos, remunerados o no, que permitan el afloramiento de las vidas multiactivas de las que nos habló André Gorz, de vidas en las que quepan juegos diversos y en proporciones cambiantes que podamos ir estableciendo nosotros y nosotras en función de nuestros deseos y necesidades. Sin ir más lejos: ¿qué usos del tiempo podemos proponer, y si es preciso forzar, para repartir los trabajos –todos los trabajos– y abrirnos sin frenesíes ni coacciones al cuidado de la vida y a la participación sociopolítica?

Otro de los valores que, troyanamente, es preciso rescatar, (re)significar y (re)dignificar es el de la flexibilidad. Central en el análisis de la autorrealización que encontramos en el joven Marx o en célebres pasajes de La ideología alemana en los que se propugna, precisamente, el derecho a escoger juegos y a darles forma en cada hora y rincón de nuestras vidas, la flexibilidad vuelve a ser un valor en disputa. Recientemente, movimientos sociales posteriores al crac del 2008 han puesto sobre la mesa la necesidad de articular «vidas vivibles» que lo son, entre otras cosas, porque en ellas nos mostramos capaces de acomodar de forma armoniosa y autogestionada verdaderos conglomerados de trabajos de muy diversa índole, y de hacerlo de forma flexible. ¿Cómo interpretarlo?

Es bien sabido que el valor de la flexibilidad ha sido abrazado, muy a menudo, por organizaciones patronales que no aspiraban sino a reducir costes erosionando los mecanismos legales e institucionales para la protección de las condiciones de trabajo y de vida de las poblaciones trabajadoras. Por ello, el discurso de la flexibilidad ha sido visto en muchas ocasiones como una estrategia por lo pronto sospechosa. Sin embargo, lo cierto es que los humanos necesitamos vidas flexibles donde autónomamente llevemos a cabo tareas distintas de acuerdo con nuestras necesidades, que cambian a lo largo de nuestro ciclo vital. ¿Cuándo y cómo realizar trabajo productivo y cuándo realizar trabajos de cuidados? ¿Cuándo y cómo entrar en (o salir de) la esfera del trabajo asalariado, y cuándo y cómo desplegar proyectos productivos propios? ¿Cuándo y cómo abrir las puertas al trabajo artístico? ¿Y al político? ¿Y qué cantidades de estos tipos de trabajos queremos en cada periodo de nuestras vidas? Y todavía más, ¿dejamos algún espacio a alguna forma de espontaneidad en relación con todos estos interrogantes? El viejo imaginario fordista de un solo empleo para toda la vida debe ser cuestionado y, de hecho, es cuestionado por movimientos sociales actuales que ven el (poco probable) retorno a las vidas fordistas, seguras pero monolíticamente centradas en una sola actividad, como el signo inequívoco de una importante ausencia de soberanía económica. Queremos abrir juego, queremos (poder) abrirnos a distintos tipos de juegos. Y definirlos.

Así pues, lejos de la rigidez del palo de teléfono fordista –vidas ultraestructuradas alrededor de una ocupación–, por un lado, y, por el otro, de las mil virutas de las vidas trituradas por el paso del cepillo de la precariedad –y de la flexibilidad no escogida que la acompaña–, ¿cómo pensar y poner en circulación vidas dúctiles y multiactivas –flexibles, al fin y al cabo– que, como las cañas de bambú, se doblen y se adapten a nuestras diversas y mudadizas necesidades, pero que nunca se partan ni dejen de ser lo que son? En otras palabras, ¿cómo gobernar, individual y colectivamente, nuestras vidas (re)productivas? ¿Cómo codeterminarlas y cómo autodeterminarnos en ellas? Nuevamente, la naturaleza incondicional de derechos económicos y sociales como el derecho a una renta básica favorece que individuos y grupos puedan asumir de un modo efectivo y seguro el mando de su propia flexibilidad. ¿Es nuestra flexibilidad condición de posibilidad de nuestra libertad?

 

Vida

La propuesta de la renta básica, pues, ha llegado para quedarse. Pero ¿por qué ahora? Un par de años después del estallido de la crisis financiera, el historiador y sociólogo Marco Revelli descubría en un muro del Instituto Politécnico de Turín una pintada que daría la vuelta al mundo. Ci avete tolto troppo, adesso rivogliamo tutto, rezaba el grafiti. «Nos habéis quitado demasiado, ahora volvemos a quererlo todo.» Esa «primera generación encolerizada» ante el giro neoliberal del capitalismo de la que nos hablaba Revelli decía sentirse parte de una clase que, tiempo atrás, dejó de querer algo –un todo, ni más ni menos– que ahora se decidía a recuperar como objetivo político: «Volvemos a quererlo todo». ¿De qué todo estamos hablando?

La correlación de fuerzas que dejó la victoria aliada en la Segunda Guerra Mundial permitió la consolidación de un pacto social, fraguado primero en el Detroit del automóvil y exportado luego a Europa, que estipulaba las siguientes condiciones. Por un lado, las poblaciones trabajadoras obtenían la garantía de cierta seguridad socioeconómica, lo que se concretaba en un empleo con salario mínimamente digno –de entrada, solo para los hombres– y en ciertas políticas públicas de asistencia ex post que entraban en acción en caso de infortunio. Asimismo, el impulso revolucionario de aquel «espíritu del 45» logró otros hitos que conviene poner de relieve: institucionalización de la negociación colectiva, blindaje de determinados derechos sociales e inserción de las clases populares y sus organizaciones en las instituciones y en sus regímenes jurídicos. Hasta aquí, pues, la victoria que el pacto supuso para las clases trabajadoras.

Pero todo pacto implica una renuncia. Como puede observarse, el esquema no podía ser más empleocéntrico: el juego se libraba enteramente en el campo del trabajo asalariado, un trabajo asalariado del cual no había posibilidad alguna de divorcio. Y todavía más. Aquel empleocentrismo, que generó todo un imaginario todavía presente en la actualidad, especialmente entre la población de edad más avanzada, era la manifestación del abandono explícito, por parte de unas poblaciones trabajadoras representadas por centrales sindicales y partidos de izquierda, del objetivo central del movimiento obrero desde sus inicios hasta entonces: el control de la producción, el asalto a los mecanismos a través de los cuales decidimos, en el ámbito productivo, a qué jugar y con qué reglas. La cuestión de la constitución de la unidad productiva y de su democratización desaparecía de la agenda de la izquierda organizada.

Pero hoy este pacto está roto. Bien mirado, ha quedado hecho añicos. El giro neoliberal del capitalismo, que opera feroz desde mediados de los setenta pero que se ha exhibido abierta y descarnadamente con la gestión austeritaria de la crisis, ha implicado la ruptura de los elementos básicos de aquella pequeña, pero relevante seguridad que el capitalismo reformado reservaba a la población trabajadora, por lo menos en el norte –por lo general, en el sur el pacto se ciñó a un gesto indeterminado que apuntaba a un vago horizonte de esperanza–.

«Nos habéis quitado demasiado, ahora volvemos a quererlo todo.» ¿Cómo interpretarlo? Sin duda, esa «primera generación encolerizada» había tenido la osadía de revisar las condiciones del pacto e indignarse. Y de tratar de pasar a la acción. Pues, ¿qué hacer cuando un pacto se rompe? Recordemos que cualquier pacto incorpora una victoria y una renuncia. Y si la ruptura del pacto ha sido unilateral, la parte traicionada puede perfectamente sentirse legitimada no solo para encolerizarse, sino también para organizarse sociopolíticamente para recuperar aquello a lo que renunció como resultado del pacto en cuestión: en este caso, el control de la producción, la participación efectiva y determinante en las decisiones sobre qué producir y cómo, sobre a qué jugar y con qué reglas.

Pero ¿cómo poner sobre la mesa hoy la cuestión del control de la producción –si se quiere decir en términos algo más clásicos, la cuestión del control colectivo de los medios a través de los cuales producimos bienes materiales e inmateriales y reproducimos la vida–? ¿Cómo recuperar este todo, siquiera como objetivo político? Ni que decir tiene, carecería de sentido presentar la renta básica como una respuesta única y unívoca a este interrogante; pero sí es posible señalar los sentidos en los que una renta básica puede ayudarnos a «volver a quererlo todo» en un momento histórico en el que «nos han quitado demasiado». Lo hemos visto ya: un flujo de renta que garantice nuestra existencia de forma incondicional nos dota del poder de negociación necesario para aspirar a otras formas de trabajo, a otras formas de organización de la producción y de la reproducción, a otros usos del tiempo, a otras relaciones sociales, a un mundo, quizá, verdaderamente común.

«Quererlo todo», «volver a quererlo todo» equivale a aspirar, polanyianamente, a (re)arraigar la economía en la política. Es bien cierto que, por mucho que la mitología liberal establezca lo contrario, la economía siempre ha estado arraigada en la política: todas las decisiones económicas de calado han respondido y responden a opciones políticas por parte de alguien –por ejemplo, no hay mercado que no sea el resultado de una decisión política sobre cómo intercambiar ciertos bienes o servicios–. Pero, al decir de Polanyi, resulta evidente también que, con la extensión de las relaciones sociales capitalistas, la participación popular en los procesos políticos de toma de decisiones sobre qué tipo de vida económica queremos darnos se ha visto fatalmente mermada. «Quererlo todo», «volver a quererlo todo», pues, significa aspirar a recuperar los espacios donde se toman tales decisiones e inundarlos democráticamente, ponerlos al alcance del poder popular.

Sin ir más lejos, un proyecto polanyiano de (re)arraigo de la economía en la política nos ha de permitir recuperar el derecho a decidir si queremos o no recurrir a los mercados a la hora de organizar la vida económica. ¿Queremos poner en venta la fuerza de trabajo, la tierra y el dinero –estas eran las tres «mercancías ficticias» que Polanyi sostenía que no se debían mercantilizar–? ¿Queremos poner en venta los órganos humanos? ¿Nuestro derecho al voto? ¿Las peras de mi peral? ¿Los servicios que puedo prestar como fisioterapeuta o tatuador? ¿Las hamburguesas vegetales del establecimiento de comida ecológica de la esquina? En estas páginas se propone que, si bien es preciso establecer cierto «coto vedado» con respecto a bienes y servicios cuya mercantilización no debería ni plantearse –nuestro derecho al voto, por ejemplo–, corresponde a individuos y grupos situados en coyunturas histórico-contingentes la tarea de decidir cuándo y en qué medida llevamos bienes, servicios y capacidades a los mercados –si es que finalmente lo hacemos–. El mercado constituye otra de las instituciones que conviene no anatematizar: hacerlo supondría –y bien a menudo supone–, nuevamente, un regalo al mundo (neo)liberal, un regalo demasiado oneroso para los proyectos emancipatorios que podamos concebir para el mundo contemporáneo. Pero ello no equivale a proponer que vivamos en sociedades de mercado. Nuevamente, las preposiciones importan, y mucho: de lo que se trata es de no renunciar al mercado como posible mecanismo de coordinación, para que, de este modo, pensemos en qué tipo de sociedades no de mercado, pero sí con mercados, queremos vivir. «Quererlo todo», «volver a quererlo todo» significa, también, hacernos con la capacidad de decidir cuándo, dónde y cómo queremos que los mercados estén presentes. «Quererlo todo», «volver a quererlo todo» significa, pues, hacernos con la capacidad, nuevamente, de decidir a qué jugamos y qué reglas han de ordenar el juego. También con respecto a los mercados.

De este modo, la renta básica, garantía de nuestras existencias de forma incondicional, nos capacita para participar de un modo efectivo en los procesos decisionales relativos a las instituciones sociales que queramos alumbrar y a las que deseemos llevar bienes, recursos y actividades. No obstante, conviene proceder con extrema cautela con respecto al posible potencial emancipatorio de la propuesta: no pueden darse demasiadas cosas por sentadas. Por ello, es preciso pensar las líneas maestras de la economía política popular –empleo la expresión al uso entre el ala izquierda de la Revolución Francesa– de la que la renta básica ha de formar parte. Se trata de una economía política popular que incluye, pero que también trasciende, dicha propuesta y sin la cual esta pierde buena parte de su sentido transformador. Veamos por qué.

Esta economía política popular de la renta básica, si se quiere, ha de mostrarse abierta a tres grandes cuestiones o conjuntos de cuestiones. En primer lugar, la renta básica ha de ayudar a alimentar verdaderas culturas políticas para la organización colectiva del trabajo libre, del trabajo libremente asociado. Una sociedad con renta básica no puede ser una sociedad atomizada en la que las personas traten de abrirse camino de forma individual(izada) en el seno de espacios socialmente desarticulados. No se trata aquí de hacer una condena moral de la opción individual, sino de tomar conciencia, desde el más abierto pragmatismo, de que solo la articulación sociopolítica de luchas y proyectos bien diversos puede otorgar efectividad a nuestros esfuerzos, colectivos o individuales, por dignificar nuestras vidas. En segundo lugar, no hay emancipación social posible si la renta básica no va acompañada de prestaciones en especie de formato igualmente universal e incondicional. Es una mera cuestión de lógica contable: la libertad de escoger juegos y de disponer sus reglas se evapora cuando, en lugar de verdaderos paquetes de derechos económicos y sociales, nos encontramos, simplemente, con una renta básica en el bolsillo y la obligación de salir a los mercados a abastecernos frenética y angustiosamente de otros recursos igualmente necesarios para asegurar una vida digna: sanidad, educación, vivienda, cuidados, energía, etc. En otros términos: lejos de convertirse en el caballo de Troya de un neoliberalismo decidido a vaciar los Estados de mecanismos de protección social, la renta básica ha de actuar como eje vertebrador de estos conjuntos de mecanismos, otorgándoles la lógica universal e incondicional de la que tan a menudo han carecido. En tercer y último lugar, la reflexión sobre la renta básica ha de ir de la mano de la reivindicación de restricciones antiacumulatorias del poder económico privado: por mucho que se garantice una base, las posibilidades de echar a andar se desvanecen cuando los caminos han quedado bloqueados o han sido asolados por la voracidad rentista de unos pocos.

«Nos habéis quitado demasiado, ahora volvemos a quererlo todo.» Cuando tal economía política popular está presente, la renta básica puede mostrarse capaz de desplegar su potencial emancipatorio. Y ello nos sitúa en las fronteras del capitalismo. Pues si bien es perfectamente compatible con la propiedad privada y los mercados, la renta básica nos ayuda a repensar la propiedad y los mercados más allá de las lógicas estrictamente capitalistas. ¿O acaso hemos conocido algún tipo de capitalismo en el que sea pensable la desmercantilización de la fuerza de trabajo, una desmercantilización de la fuerza de trabajo que, además, abra las puertas, entre otras cosas, a formas de propiedad de naturaleza común y no excluyente?

El de la renta básica, pues, es un proyecto dirigido a la (re)apropiación de nuestras vidas. Para ello, se enclava en la intersección entre el mundo de la política pública y el de la autogestión. Por un lado, forma parte y vertebra conjuntos de derechos económicos y sociales que han de actuar como palanca de activación de todas aquellas vidas que podamos imaginar. Por otro lado, nos ayuda a sortear la directriz estatal, tan a menudo controladora y aun disciplinante y estigmatizadora, asistiéndonos cuando aspiramos a concretar lo imaginado en prácticas y espacios todo lo autogestionados que queramos o de lo que seamos capaces.

Pero ¿puede plantear la presencia incondicional de recursos un problema de incentivos que, como en la colmena de Mandeville, ponga fin a la prosperidad del colectivo? Recordemos que las viciosas abejas mandevillianas proporcionaban prosperidad a la colmena, precisamente, porque se hallaban privadas de recursos y, por ello, se veían compelidas a trabajar laboriosamente para poder satisfacer los deseos propios de su ostentosa psicología. Y recordemos también que la prosperidad de la colmena mandevilliana se desvaneció el día en que las abejas pidieron a los dioses que les infundieran virtud, lo que las hizo más felices y desprendidas, pero a su vez las precipitó a un mundo inculto y baldío donde solo reinaba la escasez. ¿Puede la renta básica constituir un proyecto trágico que ineluctablemente se autocancele por destruir las bases motivacionales de la acción humana?

Ya en el siglo xviii, Adam Smith se revolvió contra la fábula de Mandeville, que tildó de «licenciosa» por ignorar la riqueza del aparato motivacional humano. De hecho, desde la Antigüedad clásica han sido legión las investigaciones que han mostrado que las razones que empujan a los humanos a actuar por supuesto que incluyen el interés propio, pero van más allá e incorporan mecanismos como la observación de normas sociales, la necesidad de empatizar y de sentirse parte de un entorno inclusivo y, sobre todo, el gusto por las actividades autotélicas, esto es, por las tareas que sentimos próximas a nuestra naturaleza y que, por ello, tienen el fin –el telos– en sí mismas, no en el beneficio material que de ellas podamos instrumentalmente extraer. De hecho, trabajos procedentes tanto de la economía como de la psicología experimental, así como pruebas y experimentos realizados en todo el mundo alrededor de la propia renta básica, apuntan, precisamente, en esta misma dirección.

El ya citado Erik Olin Wright nos anima a pasar de las «justificaciones estáticas» de la renta básica, que hacen referencia al tipo de mundo que la renta básica constituye –un mundo con menor pobreza, con menor precariedad, etc.–, a sus «justificaciones dinámicas», que sitúan la mirada en el mundo que la renta básica «pone en movimiento». Sobra decir que un entorno con menor pobreza y precariedad es de lo más deseable, pero nos hallamos en un momento histórico en el que la necesidad de ilusionarnos con mundos nuevos supera el mero deseo de resistir. La épica de la resistencia agota. De ahí el interés que adquieren las justificaciones dinámicas de la renta básica: en primer lugar, la renta básica nos libera de la necesidad de suplicar y de aceptar acríticamente las actividades que hoy se nos «ofrecen» –que hoy se nos imponen– y que realizamos instrumentalmente para sobrevivir; y en segundo lugar, la renta básica permite que nos activemos alrededor de actividades autotélicas, esto es, alrededor del trabajo, remunerado o no, que realmente realiza. ¿Puede nuestra cabeza concebir la posibilidad de unas abejas felices que lo sean, entre otras cosas, porque actúen diligentes en el mundo de los trabajos escogidos? Nos hallamos ya en el momento de ilusionarnos con el campo de posibilidades abiertas que la renta básica trae consigo.

Lo decíamos al principio: la renta básica no ha llegado para que podamos vivir de gorra. La renta básica es una gorra más, una de tantas gorras con las que podemos imaginar y practicar formas de vida alejadas del chantaje que supone el miedo a la miseria. ¿Pueden nuestras cabezas concebir tal posibilidad o hemos de seguir sintiéndonos afortunados, y hasta agradecidos, por poder trabajar sin interrupción para terceros en aquel régimen de «esclavitud a tiempo parcial» al que Aristóteles asociaba el trabajo asalariado cuando éste constituye nuestra única opción? ¿Pueden nuestras cabezas pensar maneras de desproletarizarnos –lo que no significa necesariamente abandonar por completo el trabajo asalariado–, no para languidecer en el tedio y la holgazanería, sino para devenir trabajadores libres que, como tales, eligen cómo vivir?

En la actualidad, existe un debate abierto sobre qué hacer con los zoos y sus animales. Los zoos tradicionales son ya inaceptables: no se puede tener a los animales no humanos en las condiciones en las que en ellos se encuentran. ¿Cuál es su mejor destino? Los expertos en etología animal han explorado distintas opciones con sumo detenimiento. En la presentación pública de sus informes, una idea queda clara: la liberación de los animales en la naturaleza no es una opción. Los que nacieron en cautividad carecen de las capacidades necesarias para sobrevivir en los entornos que les son propios, y los que fueron capturados las han ido perdiendo. Unos y otros necesitan otro espacio. Otro zoo. Del siglo xxi, eso sí. ¿Nos hallamos los humanos en una situación análoga o conservamos la capacidad de vivir en nuestros entornos, que no son otros que los que queramos y podamos inventar?

 

Notas:

(1) Tal afirmación fue hecha por Warren Buffett: «Hay una guerra de clases, de acuerdo, pero es la mía, la de los ricos, la que está haciendo esa guerra, y vamos ganando», en Ben Stein, «In Class Warfare, Guess Which Class Is Winning», The New York Times, 26 de noviembre de 2006.

(2) Declaraciones del entonces ministro de Justicia Alberto Ruiz-Gallardón a la Cadena COPE al ser preguntado sobre las protestas tanto del ámbito judicial como de la ciudadanía a causa de la llamada «ley de tasas», 12 de diciembre de 2012.

Fuente: https://www.planetadelibros.com/libro-libertad-incondicional/267552