La pandemia del Covid ha puesto de manifiesto de forma cruenta las desigualdades en nuestra sociedad dejando también patente la falta de flexibilidad en las respuestas y las dificultades para implementar actuaciones que sean efectivas en la lucha contra la pobreza. A pesar de los esfuerzos creemos que ha llegado el momento de poner sobre la mesa la implementación de la renta básica, como herramienta fundamental para hacer de la nuestra una sociedad más justa pero también para recuperar la noción de libertad como noción vertebradora de nuestra existencia.
A lo largo de la historia hemos visto como determinados acontecimientos han generado cambios que han tenido un profundo impacto en la vida de las personas y las comunidades dibujando cambios de época con transformaciones sustanciales. Descubrimientos científicos, revoluciones, cambios culturales e incluso enfermedades han contribuido a generar nuevas realidades que han atravesado la existencia humana.
Posiblemente ahora es uno de esos momentos, un momento del que surgirá algo nuevo, aun por construir. Hace más de un año, en diciembre de 2019, empezamos a oír hablar de un nuevo virus que se extendía por la China y que generaba bastante inquietud por su carácter desconocido y por su rápida capacidad de expansión, con efectos letales en muchos casos.
No era esta una situación nueva, no era la primera «enfermedad asiática» que, entre la prepotencia y también una incipiente inquietud, nos mirábamos con cierta distancia y escepticismo, aparentemente convencidas de que no llegaría a Europa. Como si pudiéramos detener la circulación de los virus en pleno siglo XXI. Y quizás ahí podemos extraer el primer aprendizaje, la primera lección de humildad. A pesar de esta sensación falsamente omnipotente, la existencia también conlleva vulnerabilidad.
Muchas cosas han cambiado desde entonces, todas ellas de alcance amplio y con efectos en nuestra vida personal y comunitaria. Desde aquel primer momento del mes de marzo donde enfrentamos una situación inédita como era el confinamiento y la adopción de otras medidas de carácter sanitario para protegernos, hemos vivido situaciones similares a las que habíamos visto tantas veces en algunas series y películas y que a menudo nos generaban incredulidad y también angustia. Y, de la mano de aquel momento y de aquellas restricciones, rápidamente aparecieron también otras realidades que nos enfrentaban a algo que ya íbamos advirtiendo. El escenario de precariedad previa hizo emerger con crudeza las diversas caras de la desigualdad, manifestadas con intensidad irregular. Personas que acudían por primera vez a los centros de servicios sociales, personas que perdían la habitación de realquiler donde pernoctaban, personas que veían imposible obtener ingresos en un contexto de interrupción económica, muchas situaciones que ya conocíamos se vieron agravadas y se hicieron visibles en los dispositivos de alimentación o en los equipamientos para personas sin hogar, por ejemplo. Y en paralelo a esta realidad que pone de relieve la necesidad de una mejor protección social y de otro modelo socioeconómico, se abrió paso también una reflexión ética sobre nuestra vida, nuestro vínculo comunitario y social y el modelo de cuidados. Las preguntas en torno a nuestra identidad, el ciclo vital y también nuestra muerte se han puesto sobre la mesa en un momento marcado por la pérdida y la conciencia de la importancia de la comunidad.
Entendemos que en la intersección de estos dos temas cobra sentido profundizar en un debate serio en torno a la renta básica. Y decimos profundizar porque no es un debate nuevo, de hecho es un debate cada vez más presente que ha resurgido impulsado por este contexto y también por la propuesta del ingreso mínimo vital que se puede considerar un avance (cuando resuelva sus dificultades de implementación) pero que no responde a la misma lógica.
La renta básica se sitúa directamente en la esfera de los derechos en la medida en que se configura como ingreso universal que se percibe por el hecho de existir. No responde a una ponderación ni está sujeto a una fiscalización posterior, es una cuantía fija independiente de la renta. No es por tanto una herramienta de redistribución sino «un mínimo» sobre el que construir un proyecto vital, posiblemente austero, pero un mínimo que nos ofrece un espacio de libertad desde donde tomar decisiones de manera más autónoma y menos condicionada. Y no conlleva en ningún caso un adelgazamiento de los servicios públicos porque no apunta a una delegación de responsabilidades de la administración, no pretende sustituir otras modalidades de acompañamiento social y conviene clarificar con precisión este extremo. Esta no es la propuesta de la renta básica, es la perversión del concepto al servicio de un modelo de liberalismo económico.
Y en este sentido los efectos sobre la acción social desde la perspectiva de la desestigmatización de las personas y también de la desburocratización de esta relación son notables. No serían quizá suficientes, pero señalarían el camino y constituirían un paso importante. La renta básica posibilita el empoderamiento de las personas y abre el espacio para que la persona se pueda situar de otro modo. Y libera también al profesional del ejercicio de fiscalización y control de una parte de ingresos que no se debe vincular a un plan de trabajo concreto sino que responde a la universalidad.
Es evidente que este debate entronca con otros debates de naturaleza diversa como el modelo de administración que tenemos, todavía demasiado cerca del laberinto burocrático, o las posibilidades de la acción comunitaria en la construcción de nuestra identidad en el siglo XXI. Es evidente también que, en un contexto como este, empieza a ser urgente que estas propuestas se concreten si queremos avanzar hacia un modelo social más justo.
Fuente: https://catalunyaplural.cat/es/la-renta-basica-en-la-era-covid/