La pandemia del Covid-19 se ha revelado como el acelerador histórico de una crisis que diversos indicadores venían anunciando desde tiempo atrás. Se está dibujando un escenario trágico de magnitudes equiparables a la crisis posterior al crack de 1929, en el que una cantidad ingente de personas están perdiendo -y perderán- sus empleos, en tanto que una fracción en absoluto despreciable de trabajadores verán debilitados sus derechos laborales.

A raíz de la crisis financiera de 2008, tal y como ha ocurrido después de todas las crisis que se sucedieron a lo largo del siglo XX -algunas tomaron forma de guerra-, se multiplican las reflexiones críticas ante las perspectivas que ofrece el capitalismo. Algunas voces aventuran un periodo de sucesivos desajustes y profundas transformaciones, mientras que otras apuntan a un horizonte de colapso. En los días presentes, encontramos corrientes que muestran un optimismo moderado ante la posibilidad de un cambio en el sistema, cambio en el que los gobiernos, forzados por la imperiosa necesidad, suavicen las políticas neoliberales y se avance hacia un modelo más sostenible en el que se establezcan relaciones sociales fundadas en ciertas formas de cooperación. Ante esta esperanzada visión y ante algunos ejemplos de economistas de orientación neoliberal que hablan abiertamente de planificación o editoriales de algunos medios afectos al capital que proponen medidas redistributivas, cabría la tentación de confiar en un futuro próximo. Pero el ejemplo de cómo la crisis financiera dejó un marco de mayúscula precariedad nos invita a ser cautos.

Las previsiones que diferentes organismos aventuran para el Reino de España son de lo más desalentador. El Fondo Monetario Internacional ha llegado a estimar una caída del PIB superior al 8% y un desempleo de más del 20%, mientras que el Banco de España sitúa dicha caída en un intervalo de entre un 6,6% y un 13,6%, cifras que vendrán condicionadas por el tiempo de hibernación de la actividad productiva. Lo que ya sabemos, a día de hoy, es que la economía española en el primer trimestre se ha desplomado un 5,2%, el consumo de los hogares un 7,5% y la inversión empresarial un 3,5%, por citar algunos indicadores.

Al respecto, apuntan diferentes fuentes que “la divergencia en las previsiones de la caída se basa en el tiempo que dure el confinamiento”. La idea, pues, parece clara: mayor normalización de la vida económica equivale a más contagios y más muertes. Y no se nos escapa que los afectados son en mayor medida las capas más desposeídas de la población -aquí las cifras también hablan por sí solas: las muertes van por barrios-.

Conviene recordar que llueve sobre mojado: aún no habíamos levantado cabeza tras la última crisis, ni mucho menos. En su visita del pasado febrero, Philip Alston, relator especial de la ONU sobre extrema pobreza y derechos humanos, constataba que, en 2018, el 26,1% de la población en el Reino de España, y el 29,5% de los y las menores, se encontraba en riesgo de pobreza o exclusión social -se trata de una de las tasas más altas de Europa-, y que más del 55% experimentó algún grado de dificultad para llegar a fin de mes, mientras que el 5,4% sufrió carencia material severa.

A día de hoy, ante esta situación de emergencia, las medidas de choque que están adoptando las administraciones son a todas luces insuficientes -inyección de dinero público a las empresas, ERTES, limitación de los despidos, ayudas para autónomos- y ni tan siquiera parece que puedan garantizar la paz social. En particular, asistimos atónitos a la propuesta formulada por el gobierno español de un ingreso mínimo vital, propuesta que ya estaba contemplada en el programa electoral de Unidas Podemos y que, por tanto, no parece que parta de la previsión de un escenario como el actual. Constituye esta una medida abiertamente insuficiente que dará una respuesta a una parte reducida de la población y que proporcionará una cobertura económica muy escasa. En estos momentos se está valorando prestar dicha ayuda a un millón de familias muy pobres y, tal vez, a unos tres millones de beneficiarios. La cuantía del ingreso mínimo vital que se está barajando en los medios se sitúa en unos 500 euros y 950 para una familia con dos adultos y dos hijos a cargo, es decir, claramente por debajo del umbral de la pobreza.

Aun con todo, esta propuesta de ingreso mínimo ha provocado el rechazo de la derecha, de la patronal y de sectores de la Iglesia española, quienes no han dudado en recurrir al menosprecio y el insulto, presentándola como “la paguita” o “la solución venezolana”. Nada extraño a lo que nos tiene acostumbrados este personal.

Ante esta perspectiva, mientras la lista de personas afectadas va creciendo de forma exponencial, desde numerosas tribunas se está cuestionando el papel que están jugando los sindicatos -no solamente el sindicalismo de pacto y concertación-, hasta el punto de que en no pocas ocasiones se les acusa de inhibición, de falta de reflejos o de aceptación resignada y acrítica de lo que se propone desde el gobierno. De carecer de un proyecto alternativo en estos momentos en los que tanto se necesita uno, en definitiva. ¿Tiene el sindicalismo alguna propuesta vigorosa ante el negro horizonte que se cierne sobre las clases populares? ¿Qué posiciones debería adoptar cuando se levante el confinamiento, más allá de la imprescindible ola de movilizaciones y acciones en las calles?

Celebramos y saludamos que desde algunos movimientos sociales se haya levantado un plan de choque social impulsado por algunos sindicatos y entidades sociales, feministas y ecologistas, con diferentes reivindicaciones como el refuerzo de la sanidad pública, la prohibición de los despidos, el cierre de los CIES y la suspensión del pago de alquileres, hipotecas y suministros, entre otras demandas. También se menciona “una renta básica de cuarentena que garantice ingresos de manera universal e incondicional mientras dure el estado de alarma”. Sin embargo, creemos que, a pesar de las buenas intenciones, es un planteamiento claramente insuficiente que va a requerir de un programa más ambicioso y de mayor duración, pues la gravedad de la situación demanda más y mayores esfuerzos de protección social para sostener a una parte cada vez más amplia de la población.

En medio de este panorama, la Renta Básica (RB) ha cobrado relevancia en la agenda política. La propuesta lleva años recorriendo el planeta y se han realizado múltiples experimentos y proyectos piloto que, aunque con mucha controversia, no del todo inocente, en la mayoría de las ocasiones han dado resultados positivos en lugares tan distintos como Namibia, India, Kenya, Irán, EEUU, Finlandia o Barcelona.

Se han vertido ríos de tinta sobre esta medida en libros, artículos y tesis doctorales; se han llevado a cabo varias películas y documentales; pero, si exceptuamos alguna experiencia muy concreta y especial, como los fondos procedentes de la extracción de petróleo de Alaska o Irán, no se había llevado a cabo aún una inyección de dinero a toda la ciudadanía, sin distinciones. Pues bien, esto es lo que se está planteando en estos momentos en lugares como Hong-Kong o Japón.

No es de extrañar que, en medio de esta pandemia del Covid-19, actores de un arco ideológico muy plural hayan visto la RB como una posible medida para ofrecer un mínimo de seguridad económica que garantice la supervivencia en estos tiempos de gran incertidumbre para amplias capas de la población.

En un sistema que tiene la necesidad de crear pobres y de generar rentas para pobres, las rentas del trabajo se han revelado insuficientes para garantizar las condiciones materiales de subsistencia mínimas -pensemos en los trabajadores pobres, en la economía sumergida en condiciones de esclavitud, en la doble e incluso triple explotación de las mujeres, etc.-. Es en este contexto de aumento de la exclusión social donde urge pensar mecanismos para transferir al conjunto de la población la riqueza que, hoy, atesora una minoría cada vez más dada al rentismo, máxime cuando sabemos sobradamente ya que la riqueza es y ha sido siempre un producto social que resulta de esfuerzos colectivos entreverados de múltiples maneras y que termina en manos de unos y no de otros como consecuencia de todo tipo de azares y condicionantes sociales.

Y es por ello por lo que consideramos que el sindicalismo y los movimientos sociales deberían situar la RB en el centro de sus reivindicaciones: nos hallamos en un momento histórico en el que las organizaciones populares se han de dotar, más que nunca, de instrumentos para ejercer verdadero contrapoder. En esta dirección, una propuesta emancipadora como la RB, que jamás ha de verse como una panacea que pueda operar al margen de otros recursos y medidas, puede ayudar a aunar fuerzas y reivindicaciones de los diversos movimientos sociales: sindicales, feministas, ecologistas, por el derecho a la vivienda, etc. ¿Por qué? Una asignación incondicional que garantice nuestra existencia material otorga poder de negociación a la clase trabajadora en los mercados laborales -y ello permite que las posibles entradas y salidas de dichos mercados respondan a decisiones más libres por parte de las clases populares-, a la vez que posibilita las prácticas de autogestión y de cooperativismo que los movimientos sociales citados hacen suyas en todo momento. Sería otra oportunidad perdida por parte de las izquierdas -y ya van muchas- el dejar que lideren la propuesta de la RB determinados oligarcas de Silicon Valley o representantes de la derecha ultramontana.

La RB aspira a contradecir la dinámica de desposesión inherente al capitalismo, nos capacita para aguantar la mirada sin tener que doblar la cerviz ante aquellos con quienes interactuamos en el día a día de la lucha por la existencia. Nos hallamos, pues, en unos tiempos que invitan a apostar decididamente por la RB como instrumento -uno más- para avanzar hacia sistemas de control democrático y colectivo de la vida socioeconómica que se muestren capaces de limitar la economía de supuesto “libre mercado” -en realidad, se trata de mercados re-regulados en favor de las oligarquías- y de protegernos de este virus que es el neoliberalismo y que, tal y como apuntara Christian Laval, parasita y muta en función de los contextos y se adapta a ellos de una forma sorprendente.